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Del desatino de Lijo a la ampliación de la Corte

Al tremendo desatino consistente en haber propuesto para la Corte Suprema de Justicia a un candidato cuestionado en cuanto a su moral y sin pergaminos para ocupar semejante cargo, como el juez Ariel Lijo, se ha sumado ahora la versión de que el Gobierno podría negociar con el kirchnerismo una inconveniente ampliación del número de miembros del máximo tribunal, así como también el reemplazo del actual procurador general, Eduardo Casal, quien ha demostrado idoneidad e independencia.

En su alocución inicial ante el Senado de la Nación, Lijo buscó posicionarse como un conocedor de las realidades de la justicia federal en general y de sus carencias y necesidades en distintas zonas del país, anunciando que la Corte Suprema debería trabajar en consonancia con el Congreso para elaborar propuestas de solución a los problemas de la gente. En ese marco, sostuvo que se debían implementar cambios para facilitar el acceso a la Justicia de todos los ciudadanos. Se trata de conceptos que parecen válidos para cualquier funcionario que aspire a un cargo desde el cual puedan elaborarse este tipo de propuestas, sin que se entienda por qué este candidato se encuentra calificado para integrar la Corte. Seguramente la Asociación de Jueces Federales, que Lijo integra, está en condiciones de acercarle al Congreso iniciativas sobre estos temas, sin que su presentación haya servido para convencernos de que es realmente un especialista en derecho constitucional.

Es más, la única mención a normas de la Constitución, con la que inició su presentación, resultó equivocada. Buscó realzar la importancia del Senado como institución y dijo que no en vano, cuando nuestra Ley Fundamental establece las autoridades que ella crea y empieza por el Congreso, es la actividad del Senado la que regula en primer término. Esto simplemente no es así. La Constitución arranca con el funcionamiento de la Cámara de Diputados, antes de ocuparse de la de Senadores, y basta leer el artículo 44 y los siguientes para advertirlo.

Otra manifestación francamente errada fue cuando se le preguntó por la falta de mujeres en la Corte Suprema y respondió que ello era una falencia en su integración actual, comprometiéndose a trabajar, desde la Corte, para remediarla. Claramente un juez de la Corte no puede hacer nada al respecto, pues no está en sus funciones nominar jueces ni prestarles acuerdo, con lo que se trató de una manifestación vacía de contenido.

Otros objetivos nombrados por Lijo, como la necesidad de concientizar a la sociedad para evitar actos de discriminación, en especial contra la comunidad judía, o impulsar políticas más fuertes para mitigar los casos de violencia de género y las adicciones, si bien loables, podrían igualmente haber estado en boca de un aspirante al cargo de ministro de Justicia, o de algún candidato a integrar comisiones específicas dentro del Congreso, sin que se advierta nuevamente qué lo califica especialmente para ser juez de la Corte Suprema.

Y para concluir, lejos estuvo de disipar las dudas suscitadas por la gran cantidad de impugnaciones recibidas de todas las organizaciones de la sociedad civil con conocimientos específicos en temas de justicia, que lo han considerado un mal candidato. Eso solo debió haber alcanzado para el retiro de su nominación.

Es en este contexto que se vuelve muy preocupante que, al posible desembarco de Lijo en la Corte, se sumen propuestas para ampliarla. Aquí es legítimo preguntarse cuál sería el fundamento para esa ampliación. Si el objetivo es incluir mujeres, la actual vacante y la que se producirá en diciembre con el retiro del juez Juan Carlos Maqueda, bien pueden ser llenadas por juristas de ese sexo –desde esta columna hemos suministrado los nombres de personas intachables— infinitamente más preparadas que el juez Lijo.

Si la ampliación buscase una suerte de afirmación del federalismo con el ingreso de candidatos provenientes de las provincias, la herramienta es desacertada. Los actuales jueces de la Corte han exhibido en sus sentencias la suficiente claridad respecto de los casos donde ha correspondido respetar esa nota de nuestro diseño constitucional, y sería un error pensar que el alivio a las necesidades de cada provincia es el criterio de admisión para que la Corte acepte su jurisdicción para intervenir. La representación de las provincias en el gobierno federal se da naturalmente en el Senado, y esa fue la herramienta para que todas las provincias aceptaran constituir una sola Nación. Cada provincia, en definitiva, tendría paridad de voces en uno de los cuerpos del Congreso y también desde el Senado se prestaría el acuerdo a todos los funcionarios relevantes que el Ejecutivo buscara designar.

Queda pensar que el verdadero fundamento para la ampliación pasa por tener una carta para negociar a la hora de buscar acuerdos en un Congreso que al Poder Ejecutivo le está siendo esquivo. Cada partido al que se le reclame el voto para alguna iniciativa determinada tendría como “premio” la posibilidad de enviar un candidato a la Corte que, debidamente ampliada, podría albergar a muchos otros miembros. Un verdadero disparate.

Ello sin contar con que tampoco es posible olvidar la tentación de todo presidente en ejercicio de tener varias vacantes para llenar en el alto tribunal, y moldear así una Corte condescendiente con sus objetivos. El viejo slogan de “Menem lo hizo” viene aquí a nuestra memoria. Justamente en oportunidad de plantearse esa ampliación, la Corte de fines de los años 80 dictó la poderosa acordada 44 que, con la firma de los jueces Fayt, Belluscio, Petracchi y Bacqué, repasó todas las razones sobre por qué una Corte ampliada de ninguna manera sería sinónimo de mayor eficiencia y celeridad. Fue también allí donde esos jueces señalaron los riesgos a la independencia y estabilidad del Poder Judicial que derivarían de bruscos cambios en la integración del tribunal. La Constitución previó cambios paulatinos en la composición de la Corte, como manera de asegurar la independencia de sus miembros. El presidente Javier Milei ha contado con la gran oportunidad de llenar dos vacantes. Realmente no se entienden las razones por las cuales nominó a Lijo y aspiraría a tener más jueces en el máximo tribunal.

Al tremendo desatino consistente en haber propuesto para la Corte Suprema de Justicia a un candidato cuestionado en cuanto a su moral y sin pergaminos para ocupar semejante cargo, como el juez Ariel Lijo, se ha sumado ahora la versión de que el Gobierno podría negociar con el kirchnerismo una inconveniente ampliación del número de miembros del máximo tribunal, así como también el reemplazo del actual procurador general, Eduardo Casal, quien ha demostrado idoneidad e independencia.

En su alocución inicial ante el Senado de la Nación, Lijo buscó posicionarse como un conocedor de las realidades de la justicia federal en general y de sus carencias y necesidades en distintas zonas del país, anunciando que la Corte Suprema debería trabajar en consonancia con el Congreso para elaborar propuestas de solución a los problemas de la gente. En ese marco, sostuvo que se debían implementar cambios para facilitar el acceso a la Justicia de todos los ciudadanos. Se trata de conceptos que parecen válidos para cualquier funcionario que aspire a un cargo desde el cual puedan elaborarse este tipo de propuestas, sin que se entienda por qué este candidato se encuentra calificado para integrar la Corte. Seguramente la Asociación de Jueces Federales, que Lijo integra, está en condiciones de acercarle al Congreso iniciativas sobre estos temas, sin que su presentación haya servido para convencernos de que es realmente un especialista en derecho constitucional.

Es más, la única mención a normas de la Constitución, con la que inició su presentación, resultó equivocada. Buscó realzar la importancia del Senado como institución y dijo que no en vano, cuando nuestra Ley Fundamental establece las autoridades que ella crea y empieza por el Congreso, es la actividad del Senado la que regula en primer término. Esto simplemente no es así. La Constitución arranca con el funcionamiento de la Cámara de Diputados, antes de ocuparse de la de Senadores, y basta leer el artículo 44 y los siguientes para advertirlo.

Otra manifestación francamente errada fue cuando se le preguntó por la falta de mujeres en la Corte Suprema y respondió que ello era una falencia en su integración actual, comprometiéndose a trabajar, desde la Corte, para remediarla. Claramente un juez de la Corte no puede hacer nada al respecto, pues no está en sus funciones nominar jueces ni prestarles acuerdo, con lo que se trató de una manifestación vacía de contenido.

Otros objetivos nombrados por Lijo, como la necesidad de concientizar a la sociedad para evitar actos de discriminación, en especial contra la comunidad judía, o impulsar políticas más fuertes para mitigar los casos de violencia de género y las adicciones, si bien loables, podrían igualmente haber estado en boca de un aspirante al cargo de ministro de Justicia, o de algún candidato a integrar comisiones específicas dentro del Congreso, sin que se advierta nuevamente qué lo califica especialmente para ser juez de la Corte Suprema.

Y para concluir, lejos estuvo de disipar las dudas suscitadas por la gran cantidad de impugnaciones recibidas de todas las organizaciones de la sociedad civil con conocimientos específicos en temas de justicia, que lo han considerado un mal candidato. Eso solo debió haber alcanzado para el retiro de su nominación.

Es en este contexto que se vuelve muy preocupante que, al posible desembarco de Lijo en la Corte, se sumen propuestas para ampliarla. Aquí es legítimo preguntarse cuál sería el fundamento para esa ampliación. Si el objetivo es incluir mujeres, la actual vacante y la que se producirá en diciembre con el retiro del juez Juan Carlos Maqueda, bien pueden ser llenadas por juristas de ese sexo –desde esta columna hemos suministrado los nombres de personas intachables— infinitamente más preparadas que el juez Lijo.

Si la ampliación buscase una suerte de afirmación del federalismo con el ingreso de candidatos provenientes de las provincias, la herramienta es desacertada. Los actuales jueces de la Corte han exhibido en sus sentencias la suficiente claridad respecto de los casos donde ha correspondido respetar esa nota de nuestro diseño constitucional, y sería un error pensar que el alivio a las necesidades de cada provincia es el criterio de admisión para que la Corte acepte su jurisdicción para intervenir. La representación de las provincias en el gobierno federal se da naturalmente en el Senado, y esa fue la herramienta para que todas las provincias aceptaran constituir una sola Nación. Cada provincia, en definitiva, tendría paridad de voces en uno de los cuerpos del Congreso y también desde el Senado se prestaría el acuerdo a todos los funcionarios relevantes que el Ejecutivo buscara designar.

Queda pensar que el verdadero fundamento para la ampliación pasa por tener una carta para negociar a la hora de buscar acuerdos en un Congreso que al Poder Ejecutivo le está siendo esquivo. Cada partido al que se le reclame el voto para alguna iniciativa determinada tendría como “premio” la posibilidad de enviar un candidato a la Corte que, debidamente ampliada, podría albergar a muchos otros miembros. Un verdadero disparate.

Ello sin contar con que tampoco es posible olvidar la tentación de todo presidente en ejercicio de tener varias vacantes para llenar en el alto tribunal, y moldear así una Corte condescendiente con sus objetivos. El viejo slogan de “Menem lo hizo” viene aquí a nuestra memoria. Justamente en oportunidad de plantearse esa ampliación, la Corte de fines de los años 80 dictó la poderosa acordada 44 que, con la firma de los jueces Fayt, Belluscio, Petracchi y Bacqué, repasó todas las razones sobre por qué una Corte ampliada de ninguna manera sería sinónimo de mayor eficiencia y celeridad. Fue también allí donde esos jueces señalaron los riesgos a la independencia y estabilidad del Poder Judicial que derivarían de bruscos cambios en la integración del tribunal. La Constitución previó cambios paulatinos en la composición de la Corte, como manera de asegurar la independencia de sus miembros. El presidente Javier Milei ha contado con la gran oportunidad de llenar dos vacantes. Realmente no se entienden las razones por las cuales nominó a Lijo y aspiraría a tener más jueces en el máximo tribunal.

 Ni la nominación del controvertido juez federal ni la discusión sobre el aumento del número de miembros del máximo tribunal encuentran fundamentos serios  LA NACION

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