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Tras volver a Argentina, tomó una decisión y tuvo una idea para el país: “Lo vivido en Alemania nos mostró una alternativa”

Lo único permanente es el cambio, sin embargo, ni Carlos Galeano ni su mujer, Silvia, eran conscientes de la magnitud de lo que estaban viviendo. Hoy, cuando observan las fotos que fueron tomadas en Ezeiza en mayo del 81, pueden ver las lágrimas empapando el rostro de ella, mientras sostiene en brazos a Carla, su hija de diez meses.

Entre primos, sobrinos y tíos, toda la familia abultada y unida estuvo allí, en las despedidas impregnadas de emociones intensas, y Carlos, mientras tanto, no veía la hora de abordar el jumbo de Lufthansa para darle comienzo al viaje tan esperado y deseado.

Ellos, una pareja de Villa Domínico, se iban a Europa con fecha de regreso, y así lo vivieron todos a su alrededor: como una aventura con un principio y un final, entonces, ¿por qué tanto llanto si en un año iban a volver?

“No creo que esa pareja fuera consciente de lo que ocurriría”, dice Carlos, mientras rememora a su yo del pasado.

Llegar a una Alemania en reconstrucción: “La pulcritud y la organización salida de los libros”

Llegaron a la primavera europea con un espíritu que hacía juego con la estación. Previo a aquel nuevo comienzo, Carla y Silvia habían pasado un tiempo en Asturias junto a la abuela de la pequeña, mientras Carlos realizaba un curso intensivo de alemán en un país que, a principios de los ´80, era un territorio que salía del período de reconstrucción de posguerra y se plantaba en el mundo como una potencia económica y en democracia: “Apoyada por todo occidente para mostrar el fracaso del bloque soviético, que podía experimentarse con solo cruzar la frontera y pasar a la Alemania Democrática”, reflexiona Carlos.

El matrimonio se reunió en un pueblito llamado Hofheim, en las cercanías de Frankfurt. Carlos y Silvia se instalaron en un departamento que les había alquilado la empresa para la cual él trabajaba y casi de inmediato comenzaron a experimentar los primeros choques culturales, sutiles, envolventes, que les extendieron su primer certificado de extranjero.

“Sin saberlo en aquel momento, lo llevaríamos grabado a fuego para siempre”, cuenta él. “Comunicarse en otro idioma tan distinto al aprendido en 27 años de vida fue impactante, así como pasar a pertenecer a un orden social y vecinal diametralmente opuesto al nuestro, que confirmaba la pulcritud y la organización salida de los libros”.

“Imperó el temor a equivocarse para que no te miren y descubran que no eres de allí y la búsqueda de otros extranjeros en condiciones similares. Nunca esperas que gentes de Latinoamérica o España te resulten tan cercanos y hasta queridos como en esos momentos de falta de amigos y familia”.

Del temor al paraíso: “Una noche larga y gris”

Carlos jamás olvidará aquel día cuando, tras comprar su imprescindible Volkswagen Golf, decidieron emprender su primer viaje dentro del viejo continente hacia Berlín. Para el joven argentino no cabía la posibilidad de elegir otro destino como el primero, no podía explicar por qué, pero se trataba de un deseo que albergaba bien guardado.

Para conquistar su meta debieron, por supuesto, salir de Alemania Federal para ingresar a la Democrática donde el paisaje de pronto hizo una metamorfosis tan drástica, que el miedo se apoderó de ellos.

“Una vez cruzada la frontera, a 200 km de donde vivíamos, se apagaron las luces y nos internamos en una noche larga y gris por otros 400 km con indicadores de tráfico primarios, sin iluminar, exigiendo un enorme esfuerzo de mi esposa para no matarme por haber elegido ese primer destino. Llevamos a una nena de casi un año, decía, más con temor a lo desconocido que enojo…”, relata.

“Pero antes de llegar a destino comenzamos a ver en el horizonte una explosión de luz que, luego de más de cuatro horas de penumbra amenazadora, nos pareció la llegada al paraíso. Fue el primer viaje de tantos otros que hicieron de nosotros viajeros cuasi compulsivos. Este también sería el primer viaje de nuestra segunda y definitiva estadía en Alemania: A Berlín, en octubre del ´90 a festejar el primer aniversario de la caída del muro”.

Un regreso impactante y un proceso: “Lo vivido en Alemania nos mostraba un camino alternativo”

Regresaron a Argentina al año, tal como lo habían prometido. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, dijo alguna vez Heráclito, y así fue: la Argentina que encontraron a su regreso no era el mismo país que habían dejado atrás, pero, fundamentalmente, ellos tampoco eran los mismos.

Era junio del 82, la guerra de Malvinas había concluido, dejando sus estragos emocionales junto a un territorio que vivía el fin de la dictadura. Una nueva democracia se asomaba en el horizonte, mientras Carlos y Silvia intentaban procesar lo que habían vivido en tierra extranjera.

“Intentábamos entender que lo vivido en Alemania nos mostraba un camino alternativo y posible para vivir en una sociedad que, sin ser ideal, ofrecía condiciones para crecer, aprender, disfrutar, formando parte de un todo organizado que dejaba tiempo para la familia y los amigos, sin pensar en un día a día absorbente y brutal como el nuestro”, reflexiona.

Alemania y volver a empezar en un suelo donde se conocen las reglas del juego

La decisión final llegó a principios del 89, justo allí cuando todo parecía desbordarse en la presidencia de Raúl Alfonsín, “Hiperinflación, inseguridad, descontrol castrense y Menem golpeando la puerta para entrar”, recuerda Carlos.

Tras largas conversaciones con Silvia, presentó su caso a sus jefes. Podían ponerlo a prueba en Alemania, conocía la cultura laboral, el idioma y, en caso de que no funcionara, podría regresar. En la empresa decidieron enviarlo a un viaje de entrevistas donde, para su fortuna, la recepción fue muy buena, acompañada de una propuesta para cubrir un puesto en la casa matriz.

Volvieron a pisar Alemania en agosto del 90 de a cuatro, ya que Matías había llegado tiempo atrás a sus vidas. Aún eran muy jóvenes, ambos tenían 35, mientras que sus hijos -Carla con 10 y Matías con 7- estaban listos para emprender un reto desafiante para un sistema educativo alemán exigente y competitivo. Y así, bajaron anclas en tierra germana sin un para siempre claro y definido, pero con la oportunidad de un volver a empezar en un suelo donde conocían las reglas del juego.

“Por supuesto, y esto hecho resulta importante de destacar, mis hijos no hablaban alemán. Y en esto también estábamos de acuerdo con Silvia de que los chicos irían a una escuela alemana (no internacional que la empresa hubiera asumido económicamente) para que, después de un primer período muy duro, pudieran adaptarse a este nuevo entorno y tener amigos-vecinos, cosa que ocurrió como lo imaginábamos”.

Un nuevo amanecer en Países Bajos: “La sociedad holandesa es claramente tolerante y permite una integración sin complejos”

El siglo XX todavía estaba vivo. Corría el año 1997, cuando llegó una oferta laboral que Carlos fue incapaz de rechazar. Sus hijos habían llegado casi a la edad límite de su próximo cambio y el nuevo horizonte los animó a saltar.

No había que ir lejos, es cierto, pero en Europa andar apenas unos kilómetros puede significar un cambio radical en todos los sentidos. Países Bajos, su nuevo destino, fue por fortuna benévolo, aunque para Carla no resultó sencillo. Con 17, inicialmente rechazó la idea de cambiar aquella realidad que había conseguido tras siete años de vida alemana.

Pero hubo un inédito amanecer en un pequeño pueblo neerlandés, a 35 kilómetros de la nueva escuela de los chicos en las afueras de Amberes, Bélgica, cruzando la frontera: “Era la época pre-Euro, lo que nos hizo especialistas en manejar diferentes monedas a cada lado de la frontera”, revela Carlos.

“La vida en Países Bajos fue tranquila en un ambiente vecinal que, basado en un protestantismo moderado, permitió que hagamos nuestras vidas, sin tener que cumplir con demasiadas condiciones. Mucho trabajo y estudio para todos y, siempre que se podía, viajar y no dejar de viajar”.

“En general, la sociedad holandesa es claramente tolerante y permite una integración sin complejos, siempre que se respeten las bases sociales de convivencia. Incluso, no tuvimos que aprender el idioma a la perfección pues, siendo los holandeses multilingües, con los tres que traíamos, nos fue suficiente para vivir y disfrutar de este nuevo destino. Los chicos se integraron en una escuela internacional que les permitió acceder a una sociedad educativa plurinacional, preparándose para sus estudios en Inglaterra, unos años después”.

Doce años maravillosos: “Una vida genial en pleno nido vacío”

Otros siete años transcurrieron en Países Bajos, los chicos emigraron a Reino Unido, y un buen día Silvia supo que era tiempo de salir del pueblo para vivir en la ciudad. Amberes, Bélgica, fue el destino elegido, desde donde Carlos debía sumar varios kilómetros para ir a trabajar, algo que hizo con gusto ya que allí, en la magnífica urbe belga, la pareja vivió años maravillosos en los que gozaron intensamente de la ciudad.

Para la pareja argentina, habituada hasta entonces a los pueblos, 500 mil habitantes repartidos en las de cien nacionalidades, significaron un festival multicultural de tolerancia y explosión sensorial.

“Como puedo imaginar que sería Babel…Pequeña en extensión y enorme en variedad, creo haber recorrido miles de kilómetros en bici con Silvia, dejando de lado el coche. A esto se sumaba el uso del tranvía que completaba el ideal movimiento de ciudad. Allí pasamos unos doce años inolvidables con viajes frecuentes a Inglaterra para visitar a los chicos y disfrutar de una vida genial en pleno nido vacío”.

Lo único permanente es el cambio y una fórmula para la mejora contínua: “Salir de gira”

Los lugares cambian, los vínculos cambian, los cuerpos cambian y las necesidades mutan. Y si lo aceptamos, podemos fluir. Si se pensara al ser humano como un río que nace de una montaña y va morir al mar, en su trayecto el río será uno solo, pero sus necesidades en su camino irán mutando para que logre fluir en su recorrido, donde habrá sequías, rápidos caudalosos, parajes de apariencia inmóvil, y rocas pequeñas y grandes que superar. Y lo que nunca debe faltar es su cauce para no transformarse en charco estancado. Sin acción nada fluye, así lo entendieron Carlos y Silvia, quienes desde el comienzo de su travesía se visualizaron como ese río de Heráclito, en constante cambio. Así fue, sin saberlo, en Ezeiza del 81, con conciencia en Ezeiza del 90 y con certeza en la segunda década del nuevo milenio.

Y hoy, de la mano de sus cambios, Carlos también expresa su gratitud a la suerte de haber podido formar parte del proceso de transformación más relevante de postguerra, comenzado con la caída del Muro de Berlín y el consiguiente desguace de la Unión Soviética: “Dando lugar a un dominó de crecientes democracias, acompañadas de guerras regionales, sangrientas y con consecuencias aún vigentes. Todo esto ocurrió a partir de 1990 y, aunque claramente no fue planeado de esa manera, nos permitió tomar el lugar de testigos presenciales de esos hechos”, dice.

“Luego de ese período maravilloso en Bélgica, con la finalización de mi actividad laboral en la empresa y la instalación de Carla (quien previamente vivió en Shanghái, vivió en Hamburgo, y en Singapur le dio la bienvenida a Noah) y Matías en Barcelona, optamos por el camino más lógico y nos vinimos a esta ciudad increíble, bañada de Mediterráneo, con su clima e infaltables contradicciones”.

“¡Luego de 21 años, los cuatro que salieron de Baires en 1990, comparten ciudad y país!”, dice Carlos conmovido. “He viajado a Argentina en muchas oportunidades, combinando trabajo y visita a familiares y amigos. El impacto que recibo es cada vez menor, para transformarse en una continuidad de situaciones similares pues, como decía un amigo allá por los ´70, Carlos, Argentina se la pasa comiendo ajo y, por consiguiente, repite. Esta sensación se nos grabó a fuego, dejándonos crecer una cierta piel resistente a las sorpresas que, lamentablemente, por repetitivas dejan de serlo. Uno solo se pregunta cuándo y no si ocurrirá”.

“En lo más directo, me reencuentro con amigos y con mi único hermano vivo y me pierdo en largas charlas con él ya que somos testigo del otro y, juntos, disfrutamos de esa pila interminable de recuerdos, mezclada con lo ocurre hoy. El país institucional no me produce nada pues, después de tantos años de ausencia, he perdido mi derecho a una opinión aceptable para muchos de mis interlocutores, que disparan: `no tenés idea por no vivir aquí´. Esta actitud hace que se reduzca el número de discusiones”.

“Y lo primero que uno aprende cuando sale a vivir en otro lado es a dejar los convencimientos que se traen de lado. Uno aprende a aprender y, sobre todo, a respetar las reglas básicas del lugar en el que uno intenta incorporarse. Se sabe y se ve claramente, que nunca seremos parte integral de la sociedad del nuevo lugar aunque tampoco uno desea perder los rasgos básicos de su propia identidad. Y, en ese proceso de intercambio, se forma lo que llamo el ciudadano de acullá con todos los atributos de no pertenecer a ningún lado totalmente pudiendo, sin embargo, comprender y aprender de todos ellos”.

“Después de algunos años de estar radicado en Europa para siempre, me fue creciendo una idea que, reconocidamente utópica, se me planteó como una propuesta convivencia ciudadana: todos los ciudadanos que forman parte de la administración del Estado en todos sus estratos, deberían ser enviados a diferentes países por unos meses, para experimentar cómo se realizan tareas similares allí: sacar al país de gira”.

“Y, como los enviados son también ciudadanos de a pie, en algunos años de intercambio, se lograría un cambio real en la forma de solucionar problemas y, por lo tanto, una mejora incalculable de la calidad de vida de toda la ciudadanía. Y esto no significa que todo lo que se hace en Argentina está mal o que lo de afuera es mejor. La humanidad está más comunicada que nunca y, sin embargo, el encierro en lo propio es cada vez mayor. Este proceso daría la oportunidad de salir del círculo propio y actuar, ver, comprobar, elegir, aprender, hasta copiar, procesos desde una mirada diferente”, concluye.

Lo único permanente es el cambio, sin embargo, ni Carlos Galeano ni su mujer, Silvia, eran conscientes de la magnitud de lo que estaban viviendo. Hoy, cuando observan las fotos que fueron tomadas en Ezeiza en mayo del 81, pueden ver las lágrimas empapando el rostro de ella, mientras sostiene en brazos a Carla, su hija de diez meses.

Entre primos, sobrinos y tíos, toda la familia abultada y unida estuvo allí, en las despedidas impregnadas de emociones intensas, y Carlos, mientras tanto, no veía la hora de abordar el jumbo de Lufthansa para darle comienzo al viaje tan esperado y deseado.

Ellos, una pareja de Villa Domínico, se iban a Europa con fecha de regreso, y así lo vivieron todos a su alrededor: como una aventura con un principio y un final, entonces, ¿por qué tanto llanto si en un año iban a volver?

“No creo que esa pareja fuera consciente de lo que ocurriría”, dice Carlos, mientras rememora a su yo del pasado.

Llegar a una Alemania en reconstrucción: “La pulcritud y la organización salida de los libros”

Llegaron a la primavera europea con un espíritu que hacía juego con la estación. Previo a aquel nuevo comienzo, Carla y Silvia habían pasado un tiempo en Asturias junto a la abuela de la pequeña, mientras Carlos realizaba un curso intensivo de alemán en un país que, a principios de los ´80, era un territorio que salía del período de reconstrucción de posguerra y se plantaba en el mundo como una potencia económica y en democracia: “Apoyada por todo occidente para mostrar el fracaso del bloque soviético, que podía experimentarse con solo cruzar la frontera y pasar a la Alemania Democrática”, reflexiona Carlos.

El matrimonio se reunió en un pueblito llamado Hofheim, en las cercanías de Frankfurt. Carlos y Silvia se instalaron en un departamento que les había alquilado la empresa para la cual él trabajaba y casi de inmediato comenzaron a experimentar los primeros choques culturales, sutiles, envolventes, que les extendieron su primer certificado de extranjero.

“Sin saberlo en aquel momento, lo llevaríamos grabado a fuego para siempre”, cuenta él. “Comunicarse en otro idioma tan distinto al aprendido en 27 años de vida fue impactante, así como pasar a pertenecer a un orden social y vecinal diametralmente opuesto al nuestro, que confirmaba la pulcritud y la organización salida de los libros”.

“Imperó el temor a equivocarse para que no te miren y descubran que no eres de allí y la búsqueda de otros extranjeros en condiciones similares. Nunca esperas que gentes de Latinoamérica o España te resulten tan cercanos y hasta queridos como en esos momentos de falta de amigos y familia”.

Del temor al paraíso: “Una noche larga y gris”

Carlos jamás olvidará aquel día cuando, tras comprar su imprescindible Volkswagen Golf, decidieron emprender su primer viaje dentro del viejo continente hacia Berlín. Para el joven argentino no cabía la posibilidad de elegir otro destino como el primero, no podía explicar por qué, pero se trataba de un deseo que albergaba bien guardado.

Para conquistar su meta debieron, por supuesto, salir de Alemania Federal para ingresar a la Democrática donde el paisaje de pronto hizo una metamorfosis tan drástica, que el miedo se apoderó de ellos.

“Una vez cruzada la frontera, a 200 km de donde vivíamos, se apagaron las luces y nos internamos en una noche larga y gris por otros 400 km con indicadores de tráfico primarios, sin iluminar, exigiendo un enorme esfuerzo de mi esposa para no matarme por haber elegido ese primer destino. Llevamos a una nena de casi un año, decía, más con temor a lo desconocido que enojo…”, relata.

“Pero antes de llegar a destino comenzamos a ver en el horizonte una explosión de luz que, luego de más de cuatro horas de penumbra amenazadora, nos pareció la llegada al paraíso. Fue el primer viaje de tantos otros que hicieron de nosotros viajeros cuasi compulsivos. Este también sería el primer viaje de nuestra segunda y definitiva estadía en Alemania: A Berlín, en octubre del ´90 a festejar el primer aniversario de la caída del muro”.

Un regreso impactante y un proceso: “Lo vivido en Alemania nos mostraba un camino alternativo”

Regresaron a Argentina al año, tal como lo habían prometido. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, dijo alguna vez Heráclito, y así fue: la Argentina que encontraron a su regreso no era el mismo país que habían dejado atrás, pero, fundamentalmente, ellos tampoco eran los mismos.

Era junio del 82, la guerra de Malvinas había concluido, dejando sus estragos emocionales junto a un territorio que vivía el fin de la dictadura. Una nueva democracia se asomaba en el horizonte, mientras Carlos y Silvia intentaban procesar lo que habían vivido en tierra extranjera.

“Intentábamos entender que lo vivido en Alemania nos mostraba un camino alternativo y posible para vivir en una sociedad que, sin ser ideal, ofrecía condiciones para crecer, aprender, disfrutar, formando parte de un todo organizado que dejaba tiempo para la familia y los amigos, sin pensar en un día a día absorbente y brutal como el nuestro”, reflexiona.

Alemania y volver a empezar en un suelo donde se conocen las reglas del juego

La decisión final llegó a principios del 89, justo allí cuando todo parecía desbordarse en la presidencia de Raúl Alfonsín, “Hiperinflación, inseguridad, descontrol castrense y Menem golpeando la puerta para entrar”, recuerda Carlos.

Tras largas conversaciones con Silvia, presentó su caso a sus jefes. Podían ponerlo a prueba en Alemania, conocía la cultura laboral, el idioma y, en caso de que no funcionara, podría regresar. En la empresa decidieron enviarlo a un viaje de entrevistas donde, para su fortuna, la recepción fue muy buena, acompañada de una propuesta para cubrir un puesto en la casa matriz.

Volvieron a pisar Alemania en agosto del 90 de a cuatro, ya que Matías había llegado tiempo atrás a sus vidas. Aún eran muy jóvenes, ambos tenían 35, mientras que sus hijos -Carla con 10 y Matías con 7- estaban listos para emprender un reto desafiante para un sistema educativo alemán exigente y competitivo. Y así, bajaron anclas en tierra germana sin un para siempre claro y definido, pero con la oportunidad de un volver a empezar en un suelo donde conocían las reglas del juego.

“Por supuesto, y esto hecho resulta importante de destacar, mis hijos no hablaban alemán. Y en esto también estábamos de acuerdo con Silvia de que los chicos irían a una escuela alemana (no internacional que la empresa hubiera asumido económicamente) para que, después de un primer período muy duro, pudieran adaptarse a este nuevo entorno y tener amigos-vecinos, cosa que ocurrió como lo imaginábamos”.

Un nuevo amanecer en Países Bajos: “La sociedad holandesa es claramente tolerante y permite una integración sin complejos”

El siglo XX todavía estaba vivo. Corría el año 1997, cuando llegó una oferta laboral que Carlos fue incapaz de rechazar. Sus hijos habían llegado casi a la edad límite de su próximo cambio y el nuevo horizonte los animó a saltar.

No había que ir lejos, es cierto, pero en Europa andar apenas unos kilómetros puede significar un cambio radical en todos los sentidos. Países Bajos, su nuevo destino, fue por fortuna benévolo, aunque para Carla no resultó sencillo. Con 17, inicialmente rechazó la idea de cambiar aquella realidad que había conseguido tras siete años de vida alemana.

Pero hubo un inédito amanecer en un pequeño pueblo neerlandés, a 35 kilómetros de la nueva escuela de los chicos en las afueras de Amberes, Bélgica, cruzando la frontera: “Era la época pre-Euro, lo que nos hizo especialistas en manejar diferentes monedas a cada lado de la frontera”, revela Carlos.

“La vida en Países Bajos fue tranquila en un ambiente vecinal que, basado en un protestantismo moderado, permitió que hagamos nuestras vidas, sin tener que cumplir con demasiadas condiciones. Mucho trabajo y estudio para todos y, siempre que se podía, viajar y no dejar de viajar”.

“En general, la sociedad holandesa es claramente tolerante y permite una integración sin complejos, siempre que se respeten las bases sociales de convivencia. Incluso, no tuvimos que aprender el idioma a la perfección pues, siendo los holandeses multilingües, con los tres que traíamos, nos fue suficiente para vivir y disfrutar de este nuevo destino. Los chicos se integraron en una escuela internacional que les permitió acceder a una sociedad educativa plurinacional, preparándose para sus estudios en Inglaterra, unos años después”.

Doce años maravillosos: “Una vida genial en pleno nido vacío”

Otros siete años transcurrieron en Países Bajos, los chicos emigraron a Reino Unido, y un buen día Silvia supo que era tiempo de salir del pueblo para vivir en la ciudad. Amberes, Bélgica, fue el destino elegido, desde donde Carlos debía sumar varios kilómetros para ir a trabajar, algo que hizo con gusto ya que allí, en la magnífica urbe belga, la pareja vivió años maravillosos en los que gozaron intensamente de la ciudad.

Para la pareja argentina, habituada hasta entonces a los pueblos, 500 mil habitantes repartidos en las de cien nacionalidades, significaron un festival multicultural de tolerancia y explosión sensorial.

“Como puedo imaginar que sería Babel…Pequeña en extensión y enorme en variedad, creo haber recorrido miles de kilómetros en bici con Silvia, dejando de lado el coche. A esto se sumaba el uso del tranvía que completaba el ideal movimiento de ciudad. Allí pasamos unos doce años inolvidables con viajes frecuentes a Inglaterra para visitar a los chicos y disfrutar de una vida genial en pleno nido vacío”.

Lo único permanente es el cambio y una fórmula para la mejora contínua: “Salir de gira”

Los lugares cambian, los vínculos cambian, los cuerpos cambian y las necesidades mutan. Y si lo aceptamos, podemos fluir. Si se pensara al ser humano como un río que nace de una montaña y va morir al mar, en su trayecto el río será uno solo, pero sus necesidades en su camino irán mutando para que logre fluir en su recorrido, donde habrá sequías, rápidos caudalosos, parajes de apariencia inmóvil, y rocas pequeñas y grandes que superar. Y lo que nunca debe faltar es su cauce para no transformarse en charco estancado. Sin acción nada fluye, así lo entendieron Carlos y Silvia, quienes desde el comienzo de su travesía se visualizaron como ese río de Heráclito, en constante cambio. Así fue, sin saberlo, en Ezeiza del 81, con conciencia en Ezeiza del 90 y con certeza en la segunda década del nuevo milenio.

Y hoy, de la mano de sus cambios, Carlos también expresa su gratitud a la suerte de haber podido formar parte del proceso de transformación más relevante de postguerra, comenzado con la caída del Muro de Berlín y el consiguiente desguace de la Unión Soviética: “Dando lugar a un dominó de crecientes democracias, acompañadas de guerras regionales, sangrientas y con consecuencias aún vigentes. Todo esto ocurrió a partir de 1990 y, aunque claramente no fue planeado de esa manera, nos permitió tomar el lugar de testigos presenciales de esos hechos”, dice.

“Luego de ese período maravilloso en Bélgica, con la finalización de mi actividad laboral en la empresa y la instalación de Carla (quien previamente vivió en Shanghái, vivió en Hamburgo, y en Singapur le dio la bienvenida a Noah) y Matías en Barcelona, optamos por el camino más lógico y nos vinimos a esta ciudad increíble, bañada de Mediterráneo, con su clima e infaltables contradicciones”.

“¡Luego de 21 años, los cuatro que salieron de Baires en 1990, comparten ciudad y país!”, dice Carlos conmovido. “He viajado a Argentina en muchas oportunidades, combinando trabajo y visita a familiares y amigos. El impacto que recibo es cada vez menor, para transformarse en una continuidad de situaciones similares pues, como decía un amigo allá por los ´70, Carlos, Argentina se la pasa comiendo ajo y, por consiguiente, repite. Esta sensación se nos grabó a fuego, dejándonos crecer una cierta piel resistente a las sorpresas que, lamentablemente, por repetitivas dejan de serlo. Uno solo se pregunta cuándo y no si ocurrirá”.

“En lo más directo, me reencuentro con amigos y con mi único hermano vivo y me pierdo en largas charlas con él ya que somos testigo del otro y, juntos, disfrutamos de esa pila interminable de recuerdos, mezclada con lo ocurre hoy. El país institucional no me produce nada pues, después de tantos años de ausencia, he perdido mi derecho a una opinión aceptable para muchos de mis interlocutores, que disparan: `no tenés idea por no vivir aquí´. Esta actitud hace que se reduzca el número de discusiones”.

“Y lo primero que uno aprende cuando sale a vivir en otro lado es a dejar los convencimientos que se traen de lado. Uno aprende a aprender y, sobre todo, a respetar las reglas básicas del lugar en el que uno intenta incorporarse. Se sabe y se ve claramente, que nunca seremos parte integral de la sociedad del nuevo lugar aunque tampoco uno desea perder los rasgos básicos de su propia identidad. Y, en ese proceso de intercambio, se forma lo que llamo el ciudadano de acullá con todos los atributos de no pertenecer a ningún lado totalmente pudiendo, sin embargo, comprender y aprender de todos ellos”.

“Después de algunos años de estar radicado en Europa para siempre, me fue creciendo una idea que, reconocidamente utópica, se me planteó como una propuesta convivencia ciudadana: todos los ciudadanos que forman parte de la administración del Estado en todos sus estratos, deberían ser enviados a diferentes países por unos meses, para experimentar cómo se realizan tareas similares allí: sacar al país de gira”.

“Y, como los enviados son también ciudadanos de a pie, en algunos años de intercambio, se lograría un cambio real en la forma de solucionar problemas y, por lo tanto, una mejora incalculable de la calidad de vida de toda la ciudadanía. Y esto no significa que todo lo que se hace en Argentina está mal o que lo de afuera es mejor. La humanidad está más comunicada que nunca y, sin embargo, el encierro en lo propio es cada vez mayor. Este proceso daría la oportunidad de salir del círculo propio y actuar, ver, comprobar, elegir, aprender, hasta copiar, procesos desde una mirada diferente”, concluye.

 Junto a su mujer, vivió hechos históricos en primera persona, conoció culturas admirables y hoy cree que todo aquel perteneciente a la administración del Estado debería “salir de gira”  LA NACION

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