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La provincia usurpada

Debe ser, seguramente, una mera casualidad cronológica, pero una semana después de que el papa Francisco “empoderó” a Grabois en el Vaticano, reivindicó la protesta callejera e hizo un guiño a la usurpación de una propiedad privada en Entre Ríos, una supuesta Federación de Trabajadores de la Economía Social promovió, en una pequeña localidad bonaerense, el aparente desembarco de más de un centenar de familias en una fracción de campo. Ocurrió en Brandsen, una ciudad de menos de 40.000 habitantes, situada al sudoeste de La Plata, donde el temor a un asentamiento movilizó a la comunidad.

Detrás de ese episodio “pueblerino” asoma un complejo fenómeno que amenaza con reconfigurar el entramado urbano y el ecosistema social y cultural no ya de las grandes ciudades y de las periferias urbanas, sino también de pueblos del interior bonaerense, donde el riesgo de “conurbanización” se vive con miedo y desasosiego.

En la provincia de Buenos Aires, la toma de tierras se ha convertido en una metodología sistemática, con una pronunciada expansión en los últimos cuatro años, cuando los gobiernos de Alberto Fernández y Axel Kicillof impusieron la política de hacer la vista gorda. Entre 2016 y 2023 hubo más de 6000 casos judicializados, según un relevamiento del Ministerio de Seguridad bonaerense. Se trata de un fenómeno en el que se mezclan el accionar de organizaciones dudosas, la protección política y la inoperancia judicial. Todo, montado sobre el aprovechamiento de sectores en estado de desesperación y extrema vulnerabilidad, y muchas veces conectado con entramados mafiosos.

El caso de Brandsen ofrece indicios de esa metodología: aparece una supuesta organización de la “economía popular” con lazos políticos evidentes. Esgrime confusos documentos que le darían derecho a una tenencia de la tierra, asegura que hace dos años obtuvo fondos y una venia del gobierno nacional para encarar este proyecto y avanza, mientras tanto, con hechos consumados. En este caso, el coraje de algunos vecinos promovió una reacción social que fue reflejada por Tribuna, un arraigado y tradicional periódico local. Todo eso logró detener, al menos provisoriamente, el desembarco de un asentamiento en una zona semirrural, cercana a barriadas de clase trabajadora.

Pero en las periferias de distintas ciudades, y ahora también de comunidades más pequeñas, conviven con ese peligro en forma cotidiana. Hay sectores políticos que promueven los asentamientos. De hecho, en el caso de Brandsen, se alude a un presunto padrinazgo de La Cámpora. La Justicia, en general, mira hacia otro lado y “duerme” las causas sin ordenar desalojos. La policía tiene orden de intervenir solo para evitar enfrentamientos con vecinos, pero una vez producidos los desembarcos se limita a garantizar el statu quo.

Las usurpaciones crean, alrededor de barriadas humildes, un enclave de “legalidad paralela”. Se empieza por vulnerar el derecho de propiedad y por legitimar la ocupación de tierras por la fuerza. Pero a partir de allí se establece una suerte de “zona liberada” en la que rige otro sistema normativo, otra “autoridad”, otra escala de poder y de valores. Basta mirar, por ejemplo, el caso de la toma de Los Hornos, en la periferia de La Plata: son los “capangas” del lugar los que deciden quién puede instalarse y quién no. Administran la venta clandestina de terrenos, pero también regulan otros “negocios” que encuentran campo fértil en esos asentamientos, desde la venta de drogas hasta los desarmaderos.

Detrás de la angustia y la fragilidad de familias en situación de indigencia o de pobreza extrema, hay organizaciones mafiosas que explotan el estado de necesidad y utilizan como escudo esa dramática situación social que acaba de quedar expuesta en la última medición del Indec. Se crea así un círculo vicioso con evidentes connotaciones perversas: las usurpaciones son avaladas, directa o indirectamente, por sectores políticos y judiciales, y hasta por algunas ONG. Hay quienes lo hacen por réditos electorales; otros tal vez de buena fe, porque ven en esos asentamientos una alternativa, al menos de emergencia, para familias en estado de necesidad. Pero ese aval condena a los sectores más vulnerables a vivir en especies de guetos donde se potencia la marginalidad, y a ser rehenes, además, de organizaciones delictivas que lucran con su desesperación y montan “negocios inmobiliarios” con títulos y papelería trucha.

Las usurpaciones se han convertido en una suerte de “institución” de lo que se denomina la “economía popular”. Son definiciones que remiten a un diccionario de eufemismos que busca legitimar, con una supuesta jerga inclusiva, una especie de “legalidad blue” donde todo se comercializa o “se transa” en negro. Así se ha creado una cultura que borronea las fronteras de la ley, que naturaliza el uso de la fuerza y que crea nuevas formas de esclavitud y sometimiento a través de organizaciones que lucran con la pobreza.

La angustia de vecinos que se sienten amenazados por la toma de tierras en barriadas suburbanas tiene que ver con ese sistema clandestino que se monta alrededor de las usurpaciones. No es el miedo a la convivencia; es el miedo a una situación que nace de la prepotencia y del quiebre de la norma. En muchos casos, las que reaccionan y se oponen también son familias afectadas por la pobreza y la precariedad laboral. Pero les produce terror la perspectiva de una vecindad con enclaves que se desarrollan al margen de toda legalidad.

Hay que escuchar a vecinos linderos de tomas como la de Los Hornos. Muchos son albañiles, serenos, electricistas, enfermeros. Muchas son mujeres que trabajan en el servicio doméstico o que tienen en su casa pequeños emprendimientos de peluquería, costura o repostería. Sufren la crisis económica en carne propia, pero hacen un enorme esfuerzo para llegar a fin de mes, mandar a los chicos a la escuela y mantener su vivienda en condiciones dignas. Intentan transmitirles a sus hijos la cultura del trabajo. Tienen pánico a que caigan en la droga y a que se vean tentados por atajos engañosos para comprarse una moto o para ganar “plata fácil”. Cuando defienden su barrio, defienden un sistema de valores en el que la vivienda se paga y se gana con sacrificio. Defienden una cultura de la ley y del esfuerzo.

Sienten que, además, se genera una profunda desigualdad. El mismo gobierno bonaerense que apaña las tomas de tierras amenaza a los usuarios de Absa (la empresa estatal de agua) con mandarlos al Veraz si no pagan la factura. Frente a su casa, sin embargo, ven extenderse con total impunidad las conexiones clandestinas que debilitan toda la red de servicios.

Alrededor de las tierras tomadas se produce un crecimiento habitacional anárquico, sin desagües ni tratamiento de residuos; muchas veces, sobre superficies inundables, sin forestación ni espacios recreativos. Todo eso degrada las condiciones de vida en los alrededores y crea desde polución ambiental hasta riesgos sanitarios. En definitiva, se produce un deterioro material, pero a la vez cultural, donde la “economía social” funciona como una pantalla que esconde anomia y clandestinidad.

La pregunta de fondo, entonces, es cómo se sale del drama social que representa el 53% de la población en la pobreza y el 18% en la indigencia: ¿dentro o fuera de la ley? ¿Por el camino largo y esforzado del trabajo o por el atajo de la usurpación y de la fuerza? ¿Subordinándose a la norma o al “transa” y al “capanga”? Los discursos que exaltan la “lucha social” y la “economía popular” tal vez deberían preguntarse a quién resultan funcionales. ¿Quién defiende a esas familias trabajadoras que viven de este lado de la ley?

Debe ser, seguramente, una mera casualidad cronológica, pero una semana después de que el papa Francisco “empoderó” a Grabois en el Vaticano, reivindicó la protesta callejera e hizo un guiño a la usurpación de una propiedad privada en Entre Ríos, una supuesta Federación de Trabajadores de la Economía Social promovió, en una pequeña localidad bonaerense, el aparente desembarco de más de un centenar de familias en una fracción de campo. Ocurrió en Brandsen, una ciudad de menos de 40.000 habitantes, situada al sudoeste de La Plata, donde el temor a un asentamiento movilizó a la comunidad.

Detrás de ese episodio “pueblerino” asoma un complejo fenómeno que amenaza con reconfigurar el entramado urbano y el ecosistema social y cultural no ya de las grandes ciudades y de las periferias urbanas, sino también de pueblos del interior bonaerense, donde el riesgo de “conurbanización” se vive con miedo y desasosiego.

En la provincia de Buenos Aires, la toma de tierras se ha convertido en una metodología sistemática, con una pronunciada expansión en los últimos cuatro años, cuando los gobiernos de Alberto Fernández y Axel Kicillof impusieron la política de hacer la vista gorda. Entre 2016 y 2023 hubo más de 6000 casos judicializados, según un relevamiento del Ministerio de Seguridad bonaerense. Se trata de un fenómeno en el que se mezclan el accionar de organizaciones dudosas, la protección política y la inoperancia judicial. Todo, montado sobre el aprovechamiento de sectores en estado de desesperación y extrema vulnerabilidad, y muchas veces conectado con entramados mafiosos.

El caso de Brandsen ofrece indicios de esa metodología: aparece una supuesta organización de la “economía popular” con lazos políticos evidentes. Esgrime confusos documentos que le darían derecho a una tenencia de la tierra, asegura que hace dos años obtuvo fondos y una venia del gobierno nacional para encarar este proyecto y avanza, mientras tanto, con hechos consumados. En este caso, el coraje de algunos vecinos promovió una reacción social que fue reflejada por Tribuna, un arraigado y tradicional periódico local. Todo eso logró detener, al menos provisoriamente, el desembarco de un asentamiento en una zona semirrural, cercana a barriadas de clase trabajadora.

Pero en las periferias de distintas ciudades, y ahora también de comunidades más pequeñas, conviven con ese peligro en forma cotidiana. Hay sectores políticos que promueven los asentamientos. De hecho, en el caso de Brandsen, se alude a un presunto padrinazgo de La Cámpora. La Justicia, en general, mira hacia otro lado y “duerme” las causas sin ordenar desalojos. La policía tiene orden de intervenir solo para evitar enfrentamientos con vecinos, pero una vez producidos los desembarcos se limita a garantizar el statu quo.

Las usurpaciones crean, alrededor de barriadas humildes, un enclave de “legalidad paralela”. Se empieza por vulnerar el derecho de propiedad y por legitimar la ocupación de tierras por la fuerza. Pero a partir de allí se establece una suerte de “zona liberada” en la que rige otro sistema normativo, otra “autoridad”, otra escala de poder y de valores. Basta mirar, por ejemplo, el caso de la toma de Los Hornos, en la periferia de La Plata: son los “capangas” del lugar los que deciden quién puede instalarse y quién no. Administran la venta clandestina de terrenos, pero también regulan otros “negocios” que encuentran campo fértil en esos asentamientos, desde la venta de drogas hasta los desarmaderos.

Detrás de la angustia y la fragilidad de familias en situación de indigencia o de pobreza extrema, hay organizaciones mafiosas que explotan el estado de necesidad y utilizan como escudo esa dramática situación social que acaba de quedar expuesta en la última medición del Indec. Se crea así un círculo vicioso con evidentes connotaciones perversas: las usurpaciones son avaladas, directa o indirectamente, por sectores políticos y judiciales, y hasta por algunas ONG. Hay quienes lo hacen por réditos electorales; otros tal vez de buena fe, porque ven en esos asentamientos una alternativa, al menos de emergencia, para familias en estado de necesidad. Pero ese aval condena a los sectores más vulnerables a vivir en especies de guetos donde se potencia la marginalidad, y a ser rehenes, además, de organizaciones delictivas que lucran con su desesperación y montan “negocios inmobiliarios” con títulos y papelería trucha.

Las usurpaciones se han convertido en una suerte de “institución” de lo que se denomina la “economía popular”. Son definiciones que remiten a un diccionario de eufemismos que busca legitimar, con una supuesta jerga inclusiva, una especie de “legalidad blue” donde todo se comercializa o “se transa” en negro. Así se ha creado una cultura que borronea las fronteras de la ley, que naturaliza el uso de la fuerza y que crea nuevas formas de esclavitud y sometimiento a través de organizaciones que lucran con la pobreza.

La angustia de vecinos que se sienten amenazados por la toma de tierras en barriadas suburbanas tiene que ver con ese sistema clandestino que se monta alrededor de las usurpaciones. No es el miedo a la convivencia; es el miedo a una situación que nace de la prepotencia y del quiebre de la norma. En muchos casos, las que reaccionan y se oponen también son familias afectadas por la pobreza y la precariedad laboral. Pero les produce terror la perspectiva de una vecindad con enclaves que se desarrollan al margen de toda legalidad.

Hay que escuchar a vecinos linderos de tomas como la de Los Hornos. Muchos son albañiles, serenos, electricistas, enfermeros. Muchas son mujeres que trabajan en el servicio doméstico o que tienen en su casa pequeños emprendimientos de peluquería, costura o repostería. Sufren la crisis económica en carne propia, pero hacen un enorme esfuerzo para llegar a fin de mes, mandar a los chicos a la escuela y mantener su vivienda en condiciones dignas. Intentan transmitirles a sus hijos la cultura del trabajo. Tienen pánico a que caigan en la droga y a que se vean tentados por atajos engañosos para comprarse una moto o para ganar “plata fácil”. Cuando defienden su barrio, defienden un sistema de valores en el que la vivienda se paga y se gana con sacrificio. Defienden una cultura de la ley y del esfuerzo.

Sienten que, además, se genera una profunda desigualdad. El mismo gobierno bonaerense que apaña las tomas de tierras amenaza a los usuarios de Absa (la empresa estatal de agua) con mandarlos al Veraz si no pagan la factura. Frente a su casa, sin embargo, ven extenderse con total impunidad las conexiones clandestinas que debilitan toda la red de servicios.

Alrededor de las tierras tomadas se produce un crecimiento habitacional anárquico, sin desagües ni tratamiento de residuos; muchas veces, sobre superficies inundables, sin forestación ni espacios recreativos. Todo eso degrada las condiciones de vida en los alrededores y crea desde polución ambiental hasta riesgos sanitarios. En definitiva, se produce un deterioro material, pero a la vez cultural, donde la “economía social” funciona como una pantalla que esconde anomia y clandestinidad.

La pregunta de fondo, entonces, es cómo se sale del drama social que representa el 53% de la población en la pobreza y el 18% en la indigencia: ¿dentro o fuera de la ley? ¿Por el camino largo y esforzado del trabajo o por el atajo de la usurpación y de la fuerza? ¿Subordinándose a la norma o al “transa” y al “capanga”? Los discursos que exaltan la “lucha social” y la “economía popular” tal vez deberían preguntarse a quién resultan funcionales. ¿Quién defiende a esas familias trabajadoras que viven de este lado de la ley?

 Un complejo fenómeno amenaza con reconfigurar el entramado urbano y el ecosistema social y cultural, no solo de las grandes ciudades y de las periferias urbanas, sino también de pueblos del interior bonaerense, donde el riesgo de “conurbanización” se vive con miedo y desasosiego; la toma de tierras se ha convertido en una metodología sistemática  LA NACION

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