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El Hood Robin educativo merece un debate más profundo

El gasto público argentino, quizás como resabio del pasado opulento al que hace permanente mención el presidente Javier Milei o como resultado del populismo exacerbado de los gobernantes de turno, financió y financia con el sistema de impuestos, incluyendo el impuesto inflacionario, muchos bienes y servicios que en la mayoría de los países se pagan total o parcialmente a través del sistema de precios que abona la demanda.

Paradójicamente, la provisión “gratuita” de estos bienes y servicios, lejos de favorecer la distribución del ingreso y ayudar a los sectores más pobres de la población, terminó y termina generando el efecto contrario. Lo que los economistas llamamos un esquema “regresivo” en dónde los que menos tienen financian a los que más tienen. Hace muchos años, ya no recuerdo en que circunstancia y con quién, (los años no pasan en vano) acuñamos el término “Hood Robin”, para reflejar esta acción perversa del Estado argentino. Es decir, un Estado que le saca a los pobres para darle a los ricos.

Los ejemplos recientes abundan. Desde la energía eléctrica o el gas, dónde se subsidió y todavía se subsidia, a los consumidores de altos ingresos con fondos provenientes de impuestos e inflación que pagan todos, incluyendo quienes no tienen acceso directo a esos servicios, pasando por el transporte, dónde el caso paradigmático es Aerolíneas Argentinas cuyo déficit se cubre también con impuestos e inflación que pagan incluso quienes nunca tendrán la chance de viajar a Miami.

La educación universitaria, aunque nos neguemos casi en forma principista a admitirlo, entra también en esta definición.

La cuestión se agrava si se tiene en cuenta el contexto actual de pobreza infantil y juvenil, (más del 60% de los menores de 14 años) el alto grado de abandono escolar en la escuela secundaria, (menos del 15% termina la secundaria en tiempo y el índice baja más aún en los casos de pobreza) y la permanente caída de la calidad de la educación absoluta y relativa reflejada en todas las pruebas que anualmente se realizan al respecto y en las dificultades de “empleabilidad” de los jóvenes que egresan del colegio secundario, sin conocimientos básicos.

Algunos datos ilustrativos antes de seguir, originados en el multicitado estudio de Morduchowicz y el Observatorio de Argentinos por la Educación.

La ley de educación nacional del 2006 establecía una asignación a la educación (Nación+Provincias) del 6% del PBI, monto que sólo se cumplió entre 2015 y 2017. Es decir, los actuales “defensores” de la educación pública, no la defendieron tanto cuando tuvieron el Ejecutivo y el control del Congreso. Pero aún sin cumplir ese monto, comparado con los primeros años de este siglo, dichas erogaciones en educación crecieron más de un 50%, mientras la calidad empeoraba sistemáticamente. En ese lapso crecieron más los recursos a la educación universitaria que al resto del sistema, con creación continua de universidades nacionales y provinciales.

La Argentina atraviesa una grave crisis educativa con el 6% del PBI, pero se debate el veto al 0,14%.

Cuesta en este escenario aceptar que la sociedad argentina siga defendiendo un sistema en dónde con impuestos al consumo e inflación las familias de esos chicos que ni siquiera terminan la secundaria financian en parte a muchos estudiantes provenientes de escuelas privadas locales o del exterior.

Pero aceptemos, en beneficio de seguir estas líneas, que esta realidad “hoodrobiniana” de la universidad “gratuita” está para quedarse en nuestro país.

Esto le impone a la gestión universitaria una gran responsabilidad moral, minimizar el uso de fondos y maximizar su eficiencia, medida en la cantidad y calidad de egresados, en la investigación científica y, en el siglo XXI, y en ciencias duras, la cantidad de patentes que se pueden generar en asociación con el sector privado.

Y no se trata de auditorías, inútiles y ex post. Permítanme un ejemplo simple. Si mañana al rector y al Consejo de la Universidad de Buenos Aires se les ocurriera comprar 100.000 paquetes de papas fritas para regalar a los estudiantes el 21 de septiembre, consiguiera tres presupuestos, eligiera el menor precio y pagara con una transferencia bancaria originada en fondos presupuestarios, la AGN, la Sigen, o cualquiera de las auditorías internacionales, daría el visto bueno a la formalidad de ese gasto (y encima, lo haría un par de años después).

De lo que se trata es de cambiar todo el sistema de educación universitaria. La Argentina debe ser el único país del mundo, al menos del mundo relevante, que tiene, simultáneamente, ingreso irrestricto y gratuidad.

Mejor dicho, en lugar de un examen de ingreso, la mayoría de las facultades proponen un examen de ingreso “en cuotas” a través de un ciclo básico, que sirve de reemplazo parcial del final de la secundaria, y funciona como un largo período de introducción y filtro.

Obviamente, este sistema es mucho más caro que el examen de ingreso, que pone el filtro al principio, (hacen falta más profesores, más edificios, más no docentes, para atender a muchos alumnos que luego de un año o dos abandonan). Además, en muchos casos, si no hay límites al tiempo de estudio, o un mínimo de materias aprobadas por año, surgen estudiantes crónicos que gastan recursos.

En otras palabras, gratis. De acuerdo, pero en aquellas universidades que no lo tengan, con examen de ingreso o un sistema de ingreso corto y selectivo. Exigencia de un mínimo de materias para cursar y aprobar por año y un límite máximo de estadía como estudiante. (Por supuesto con la flexibilidad del sentido común). Hay que liberar recursos de todo tipo, para tener profesores bien pagos y redistribuir hacia la escuela secundaria y primaria. Además, una parte de los recursos deberían ser condicionados a investigación de calidad publicada e, insisto, a incentivar la asociación con el sector privado, para el desarrollo de negocios y patentes. Dicen que existe un proyecto de ley para crear cinco nuevas universidades el próximo año, se podría empezar por ahí.

Por último, y no menos importante. Estamos ante la creciente influencia de la Inteligencia Artificial que convertirá en obsoletas muchas profesiones y cambiará por completo la forma en que se trabaje en los próximos años, con una alta probabilidad. ¿Vamos a seguir poniendo plata que no tenemos, alentando carreras profesionales en rumbo de extinción? ¿Vamos a seguir despilfarrando los dineros del público, en una educación de mala calidad y “vieja”, mientras el resto del mundo avanza y nos deja atrás?

Quienes hoy defienden su statu quo en el sistema educativo no sólo están mal gastando el fondo de los pobres, también están conspirando contra su propio progreso.

Del otro lado, el oficialismo intenta encabezar una batalla épica de cambio de régimen. Pero, en el caso educativo en general y universitario en particular reducir este cambio de régimen a una pelea política con parte del radicalismo, y el PJ, o a un problema exclusivo de defensa de la restricción fiscal, o a una batalla contra los “zurdos”, no solo es subestimar la magnitud del problema, es agravarlo.

Como dice un viejo proverbio chino, “no hay nada que el no hacer no haga”.

* El autor de la nota es economista.

El gasto público argentino, quizás como resabio del pasado opulento al que hace permanente mención el presidente Javier Milei o como resultado del populismo exacerbado de los gobernantes de turno, financió y financia con el sistema de impuestos, incluyendo el impuesto inflacionario, muchos bienes y servicios que en la mayoría de los países se pagan total o parcialmente a través del sistema de precios que abona la demanda.

Paradójicamente, la provisión “gratuita” de estos bienes y servicios, lejos de favorecer la distribución del ingreso y ayudar a los sectores más pobres de la población, terminó y termina generando el efecto contrario. Lo que los economistas llamamos un esquema “regresivo” en dónde los que menos tienen financian a los que más tienen. Hace muchos años, ya no recuerdo en que circunstancia y con quién, (los años no pasan en vano) acuñamos el término “Hood Robin”, para reflejar esta acción perversa del Estado argentino. Es decir, un Estado que le saca a los pobres para darle a los ricos.

Los ejemplos recientes abundan. Desde la energía eléctrica o el gas, dónde se subsidió y todavía se subsidia, a los consumidores de altos ingresos con fondos provenientes de impuestos e inflación que pagan todos, incluyendo quienes no tienen acceso directo a esos servicios, pasando por el transporte, dónde el caso paradigmático es Aerolíneas Argentinas cuyo déficit se cubre también con impuestos e inflación que pagan incluso quienes nunca tendrán la chance de viajar a Miami.

La educación universitaria, aunque nos neguemos casi en forma principista a admitirlo, entra también en esta definición.

La cuestión se agrava si se tiene en cuenta el contexto actual de pobreza infantil y juvenil, (más del 60% de los menores de 14 años) el alto grado de abandono escolar en la escuela secundaria, (menos del 15% termina la secundaria en tiempo y el índice baja más aún en los casos de pobreza) y la permanente caída de la calidad de la educación absoluta y relativa reflejada en todas las pruebas que anualmente se realizan al respecto y en las dificultades de “empleabilidad” de los jóvenes que egresan del colegio secundario, sin conocimientos básicos.

Algunos datos ilustrativos antes de seguir, originados en el multicitado estudio de Morduchowicz y el Observatorio de Argentinos por la Educación.

La ley de educación nacional del 2006 establecía una asignación a la educación (Nación+Provincias) del 6% del PBI, monto que sólo se cumplió entre 2015 y 2017. Es decir, los actuales “defensores” de la educación pública, no la defendieron tanto cuando tuvieron el Ejecutivo y el control del Congreso. Pero aún sin cumplir ese monto, comparado con los primeros años de este siglo, dichas erogaciones en educación crecieron más de un 50%, mientras la calidad empeoraba sistemáticamente. En ese lapso crecieron más los recursos a la educación universitaria que al resto del sistema, con creación continua de universidades nacionales y provinciales.

La Argentina atraviesa una grave crisis educativa con el 6% del PBI, pero se debate el veto al 0,14%.

Cuesta en este escenario aceptar que la sociedad argentina siga defendiendo un sistema en dónde con impuestos al consumo e inflación las familias de esos chicos que ni siquiera terminan la secundaria financian en parte a muchos estudiantes provenientes de escuelas privadas locales o del exterior.

Pero aceptemos, en beneficio de seguir estas líneas, que esta realidad “hoodrobiniana” de la universidad “gratuita” está para quedarse en nuestro país.

Esto le impone a la gestión universitaria una gran responsabilidad moral, minimizar el uso de fondos y maximizar su eficiencia, medida en la cantidad y calidad de egresados, en la investigación científica y, en el siglo XXI, y en ciencias duras, la cantidad de patentes que se pueden generar en asociación con el sector privado.

Y no se trata de auditorías, inútiles y ex post. Permítanme un ejemplo simple. Si mañana al rector y al Consejo de la Universidad de Buenos Aires se les ocurriera comprar 100.000 paquetes de papas fritas para regalar a los estudiantes el 21 de septiembre, consiguiera tres presupuestos, eligiera el menor precio y pagara con una transferencia bancaria originada en fondos presupuestarios, la AGN, la Sigen, o cualquiera de las auditorías internacionales, daría el visto bueno a la formalidad de ese gasto (y encima, lo haría un par de años después).

De lo que se trata es de cambiar todo el sistema de educación universitaria. La Argentina debe ser el único país del mundo, al menos del mundo relevante, que tiene, simultáneamente, ingreso irrestricto y gratuidad.

Mejor dicho, en lugar de un examen de ingreso, la mayoría de las facultades proponen un examen de ingreso “en cuotas” a través de un ciclo básico, que sirve de reemplazo parcial del final de la secundaria, y funciona como un largo período de introducción y filtro.

Obviamente, este sistema es mucho más caro que el examen de ingreso, que pone el filtro al principio, (hacen falta más profesores, más edificios, más no docentes, para atender a muchos alumnos que luego de un año o dos abandonan). Además, en muchos casos, si no hay límites al tiempo de estudio, o un mínimo de materias aprobadas por año, surgen estudiantes crónicos que gastan recursos.

En otras palabras, gratis. De acuerdo, pero en aquellas universidades que no lo tengan, con examen de ingreso o un sistema de ingreso corto y selectivo. Exigencia de un mínimo de materias para cursar y aprobar por año y un límite máximo de estadía como estudiante. (Por supuesto con la flexibilidad del sentido común). Hay que liberar recursos de todo tipo, para tener profesores bien pagos y redistribuir hacia la escuela secundaria y primaria. Además, una parte de los recursos deberían ser condicionados a investigación de calidad publicada e, insisto, a incentivar la asociación con el sector privado, para el desarrollo de negocios y patentes. Dicen que existe un proyecto de ley para crear cinco nuevas universidades el próximo año, se podría empezar por ahí.

Por último, y no menos importante. Estamos ante la creciente influencia de la Inteligencia Artificial que convertirá en obsoletas muchas profesiones y cambiará por completo la forma en que se trabaje en los próximos años, con una alta probabilidad. ¿Vamos a seguir poniendo plata que no tenemos, alentando carreras profesionales en rumbo de extinción? ¿Vamos a seguir despilfarrando los dineros del público, en una educación de mala calidad y “vieja”, mientras el resto del mundo avanza y nos deja atrás?

Quienes hoy defienden su statu quo en el sistema educativo no sólo están mal gastando el fondo de los pobres, también están conspirando contra su propio progreso.

Del otro lado, el oficialismo intenta encabezar una batalla épica de cambio de régimen. Pero, en el caso educativo en general y universitario en particular reducir este cambio de régimen a una pelea política con parte del radicalismo, y el PJ, o a un problema exclusivo de defensa de la restricción fiscal, o a una batalla contra los “zurdos”, no solo es subestimar la magnitud del problema, es agravarlo.

Como dice un viejo proverbio chino, “no hay nada que el no hacer no haga”.

* El autor de la nota es economista.

 La Argentina es de los pocos países con ingreso irrestricto y gratis a la universidad; esto se da mientras jóvenes que no logran finalizar el secundario financian con sus impuestos a los universitarios  LA NACION

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