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Inventor olvidado. Secuestró un avión con un arma de jabón, tuvo un romance con Frida Kahlo y creó uno de los juegos más populares en Argentina

Alejandro Campos Ramírez nació el 6 de mayo de 1919 en Fisterra, Galicia. Su padre era radiotelegrafista del faro, un hombre familiarizado con la soledad de aquella torre que, noche y día, destellaba guiños de luz hacia el Atlántico. Con el tiempo, Alejandro dejaría de lado su verdadero apellido para adoptar el de su lugar de origen y se presentaría, a todo aquel que le preguntara, como se lo conoce mejor: Alejandro Finisterre.

Al cumplir los cinco años, lo llevaron desde la costa hasta A Coruña. Allí, su curiosidad siguió intacta. Alejandro vagaba por las calles y le preguntaba a su padre por los misterios del telégrafo y por los navíos que se veían a lo lejos, aunque lo que había a su alrededor era otro paisaje urbano, más disperso y duro, en el que los problemas económicos de la familia no tardarían en manifestarse.

Futbolìn, metegol, futbolito o taca taca...

A los quince años, Alejandro se marchó a Madrid con la esperanza de cursar el bachillerato. Pero la precariedad le pisaba los talones y, para costearse los estudios, tuvo que ejercer oficios tan variados como corrector de tareas escolares, aprendiz de imprenta, bailarín de claqué e incluso peón de albañil.

El estallido de la Guerra Civil, en 1936, le cayó encima como una bomba, literalmente, porque cuando Madrid empezó a ser bombardeado, una de aquellas explosiones lo sepultó bajo los escombros de un edificio. Herido de gravedad, lo evacuaron primero a Valencia y luego a un improvisado hospital en Montserrat. Allí, Finisterre contempló a otros jóvenes que habían perdido extremidades o que sufrían secuelas irreversibles. Lo que más le conmovía era verlos con la nostalgia de no poder patear una pelota como antes, y entonces se preguntó por qué no inventar un fútbol de mesa que sustituyera, al menos en parte, la dicha de correr tras un balón…

Alejandro Finisterre, el creador del metegol

Con la ayuda de un carpintero vasco, Francisco Javier Altuna, diseñó una mesa de madera con barras y figuritas que imitaban la formación de once contra once. Aquel aparato se patentó en Barcelona en 1937, y lo bautizó “futbolín”. No tenía las piernas juntas de modelos infantiles que ya existían en Europa, sino que cada pequeño jugador reproducía, con cierto realismo, la posición ofensiva o defensiva de un deportista de carne y hueso. Su motivación primordial era aliviar la frustración de los niños que no podían ponerse en pie. Finisterre también creó, por la misma época, un artilugio para pasar las páginas de una partitura con el pedal del pie, según contaría tiempo después, más por impresionar a una enfermera pianista que por hacer dinero con el invento.

Un partido de metegol en la calle

La guerra continuó. En 1939, con la victoria franquista cada vez más inminente, decidió huir hacia Francia atravesando los Pirineos a pie. Llevaba consigo la documentación de sus patentes, pero una tormenta lo empapó, y los papeles quedaron arruinados. Cuando llegó a territorio francés, se vio sumido en la penuria: vagó por campos de refugiados y ejerció trabajos menores, y empezó a ejercer la escritura. Había comenzado a escribir poemas y crónicas, y fundó pequeñas revistas para difundir ideas políticas y humanísticas.

La Europa de posguerra le resultó demasiado inestable, así que en 1947 decidió subirse a un barco rumbo a América. Con unas cuantas monedas y su ingenio, se instaló inicialmente en Quito, Ecuador, donde retomó la labor de editor y poeta, y lanzó la revista de Poesía Ecuador 0º 0´ 0´´, un proyecto en el que publicaba autores de todas las latitudes. No era un hombre que se conformara con un solo oficio: al mismo tiempo, planeaba cómo reproducir su futbolín de manera más profesional.

El poeta vasco, Alejandro Finisterre

La siguiente etapa fue Guatemala, un país que a inicios de los años cincuenta vivía una efervescencia política bajo los gobiernos reformistas de Arévalo y Árbenz. Con la complicidad de sus hermanos, Finisterre fundó una juguetería, donde perfeccionó su invención con barras telescópicas de acero sueco y mesas de caoba. Así fabricó varios modelos de futbolín. El negocio marchaba bien, incluso llegó a vender sus creaciones a clientes en Estados Unidos y el Caribe.

Sin embargo, en 1954 se produjo el golpe de Estado del coronel Castillo Armas, con apoyo de Estados Unidos. El gobierno progresista cayó, y Finisterre, por sus simpatías republicanas, se convirtió en blanco del nuevo régimen. Además, regentaba un negocio de máquinas tragamonedas que colisionaba con el monopolio oficial, de modo que los agentes del gobierno lo secuestraron e intentaron extraditarlo a la España franquista. Lo embarcaron en un avión rumbo a Madrid, pero en pleno vuelo, recordando las bombas que tanto había temido en la Guerra Civil, envolvió una pastilla de jabón en papel de aluminio y salió del baño gritando que llevaba un artefacto explosivo. Su acto de desesperación convenció a la tripulación para aterrizar en Panamá, donde las autoridades no lo consideraron un delincuente, sino un refugiado, y lo dejaron libre.

Esta foto tomada el 18 de agosto de 2021 y publicada por la oficina de prensa del Vaticano, Vatican Media, muestra al Papa Francisco jugando al metegol en la Audiencia General

Ese suceso pasó a la historia como uno de los primeros secuestros aéreos de los que se tenga registro. Dado que volver a Europa era muy peligroso, él optó por viajar a México. Una vez allí, en 1956, retomó la labor editorial fundando la Editorial Finisterre Impresora, y llegó a publicar más de doscientos títulos relacionados con poetas y narradores del exilio español. Fue un periodo de intensa actividad cultural, de fraternidad con figuras como León Felipe —a quien conocía desde la juventud— y con otros intelectuales. Se cuenta también que por esos años mantuvo una relación amorosa con Frida Kahlo (mientras ella estaba casada con Diego Rivera), algo que saldría a la luz décadas después, con la aparición de cartas donde la pintora mexicana confesaba una apasionada atracción por aquel “niño poeta” gallego.

El futbolín, por supuesto, había seguido un rumbo paralelo. En la España franquista, cada vez más fábricas se sumaban a producir “futbolines” con mayor o menor fidelidad al diseño original. Se organizaron campeonatos y surgieron variaciones regionales, mientras Finisterre, lejos de su patria, contemplaba a la distancia cómo su invento florecía sin su presencia. Él se consolaba pensando que el sentido original (devolverles el fútbol a quienes no podían jugarlo) seguía vivo de manera simbólica, aunque la mayoría de los usuarios nunca hubiesen oído hablar de un carpintero vasco ni de un gallego convaleciente en Montserrat.

Entre tanto, su vocación literaria siguió creciendo. Fundó colecciones de poesía, prologó obras de autores exiliados, y se ganó el respeto de la comunidad literaria mexicana. También viajó de vez en cuando por otras partes de Latinoamérica, impartiendo conferencias sobre el exilio, sobre poesía y sobre cultura iberoamericana. Fue albacea de León Felipe y se esforzó por preservar el legado del poeta zamorano, comprando manuscritos y documentos en subastas con la idea de que algún día se conservaran en suelo español.

A pesar de llevar décadas fuera, Finisterre soñaba con regresar a su tierra. Ya había hecho un intento en la posguerra, pero la dictadura se lo impedía. Cuando Franco murió, en 1975, las puertas empezaron a abrirse y él volvió de forma escalonada, primero con cierto sigilo, luego con más libertad. Descubrió, con sorpresa, que para muchos en España su nombre casi ni figuraba, mientras que en círculos de aficionados al fútbol de mesa se mencionaba la leyenda de un inventor desconocido que había patentado el juego en plena guerra.

Retrato de Alexandre Campos Ramírez. Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, Eulogia Merle

La transición política lo animó a instalarse con relativa estabilidad. Se casó con la soprano María Herrero, a quien había conocido en uno de sus viajes, y alternó temporadas en Galicia, Zamora y México, según dictaban sus proyectos editoriales y el anhelo de ver de cerca los papeles de León Felipe.

Las historias sobre su primer matrimonio con Emilia de Roa y Riaza, con quien se casó en 1945, y la muerte prematura de su único hijo, circularon poco en la prensa. Él era reacio a ventilar su vida personal. De hecho, nunca buscó la fama ni la notoriedad. Sí aceptaba homenajes literarios y le gustaba rememorar anécdotas con amigos, pero no entendía las disputas sobre la patente del futbolín como un litigio económico. Le bastaba con saber que había aportado su grano de arena a la alegría colectiva de tanta gente que, en bares y salones recreativos, se apasionaba con la pequeña pelota que rebotaba de arco a arco, entre delanteros, mediocampistas y defensores.

Para los años noventa, su salud empezó a mermar. Sufría achaques producto de las secuelas de la bomba en Madrid y de los años duros de exilio.

Periódicos internacionales, como The Guardian, llegaron a escribir generosos obituarios cuando él falleció, en 2007, con 87 años. Partió de este mundo con el cariño de todos los que lo conocieron, y dejó tras de sí un puñado de anécdotas que parecen extraídas de un libro de aventuras: el secuestro de un avión con un trozo de jabón, una relación clandestina con Frida Kahlo, una editorial que publicó a un sinfín de autores del exilio y, sobre todo, la semilla de un juego que en Argentina se llamó “metegol”.

Cuentan que, en Zamora, cuando lo visitaban algunos amigos, él aludía a sus cenizas y decía que deseaba esparcirlas en el río Duero y en el océano Atlántico. Una parte de él quedaría en la tierra de León Felipe; otra parte, en el mar de Fisterra. Al morir, su familia cumplió esa voluntad. Desde entonces, cualquiera que se acerque a la costa gallega podría imaginar que, en algún recodo de viento y sal, late todavía el rastro de Finisterre. Cada vez que un niño gira la palanca de madera para hacer un gol en uno de los tantos metegoles desperdigados por el mundo, acaso se oiga el eco de un adolescente que, en los años de plomo, se negó a aceptar que la guerra le había robado la posibilidad de jugar.

Alejandro Campos Ramírez nació el 6 de mayo de 1919 en Fisterra, Galicia. Su padre era radiotelegrafista del faro, un hombre familiarizado con la soledad de aquella torre que, noche y día, destellaba guiños de luz hacia el Atlántico. Con el tiempo, Alejandro dejaría de lado su verdadero apellido para adoptar el de su lugar de origen y se presentaría, a todo aquel que le preguntara, como se lo conoce mejor: Alejandro Finisterre.

Al cumplir los cinco años, lo llevaron desde la costa hasta A Coruña. Allí, su curiosidad siguió intacta. Alejandro vagaba por las calles y le preguntaba a su padre por los misterios del telégrafo y por los navíos que se veían a lo lejos, aunque lo que había a su alrededor era otro paisaje urbano, más disperso y duro, en el que los problemas económicos de la familia no tardarían en manifestarse.

Futbolìn, metegol, futbolito o taca taca...

A los quince años, Alejandro se marchó a Madrid con la esperanza de cursar el bachillerato. Pero la precariedad le pisaba los talones y, para costearse los estudios, tuvo que ejercer oficios tan variados como corrector de tareas escolares, aprendiz de imprenta, bailarín de claqué e incluso peón de albañil.

El estallido de la Guerra Civil, en 1936, le cayó encima como una bomba, literalmente, porque cuando Madrid empezó a ser bombardeado, una de aquellas explosiones lo sepultó bajo los escombros de un edificio. Herido de gravedad, lo evacuaron primero a Valencia y luego a un improvisado hospital en Montserrat. Allí, Finisterre contempló a otros jóvenes que habían perdido extremidades o que sufrían secuelas irreversibles. Lo que más le conmovía era verlos con la nostalgia de no poder patear una pelota como antes, y entonces se preguntó por qué no inventar un fútbol de mesa que sustituyera, al menos en parte, la dicha de correr tras un balón…

Alejandro Finisterre, el creador del metegol

Con la ayuda de un carpintero vasco, Francisco Javier Altuna, diseñó una mesa de madera con barras y figuritas que imitaban la formación de once contra once. Aquel aparato se patentó en Barcelona en 1937, y lo bautizó “futbolín”. No tenía las piernas juntas de modelos infantiles que ya existían en Europa, sino que cada pequeño jugador reproducía, con cierto realismo, la posición ofensiva o defensiva de un deportista de carne y hueso. Su motivación primordial era aliviar la frustración de los niños que no podían ponerse en pie. Finisterre también creó, por la misma época, un artilugio para pasar las páginas de una partitura con el pedal del pie, según contaría tiempo después, más por impresionar a una enfermera pianista que por hacer dinero con el invento.

Un partido de metegol en la calle

La guerra continuó. En 1939, con la victoria franquista cada vez más inminente, decidió huir hacia Francia atravesando los Pirineos a pie. Llevaba consigo la documentación de sus patentes, pero una tormenta lo empapó, y los papeles quedaron arruinados. Cuando llegó a territorio francés, se vio sumido en la penuria: vagó por campos de refugiados y ejerció trabajos menores, y empezó a ejercer la escritura. Había comenzado a escribir poemas y crónicas, y fundó pequeñas revistas para difundir ideas políticas y humanísticas.

La Europa de posguerra le resultó demasiado inestable, así que en 1947 decidió subirse a un barco rumbo a América. Con unas cuantas monedas y su ingenio, se instaló inicialmente en Quito, Ecuador, donde retomó la labor de editor y poeta, y lanzó la revista de Poesía Ecuador 0º 0´ 0´´, un proyecto en el que publicaba autores de todas las latitudes. No era un hombre que se conformara con un solo oficio: al mismo tiempo, planeaba cómo reproducir su futbolín de manera más profesional.

El poeta vasco, Alejandro Finisterre

La siguiente etapa fue Guatemala, un país que a inicios de los años cincuenta vivía una efervescencia política bajo los gobiernos reformistas de Arévalo y Árbenz. Con la complicidad de sus hermanos, Finisterre fundó una juguetería, donde perfeccionó su invención con barras telescópicas de acero sueco y mesas de caoba. Así fabricó varios modelos de futbolín. El negocio marchaba bien, incluso llegó a vender sus creaciones a clientes en Estados Unidos y el Caribe.

Sin embargo, en 1954 se produjo el golpe de Estado del coronel Castillo Armas, con apoyo de Estados Unidos. El gobierno progresista cayó, y Finisterre, por sus simpatías republicanas, se convirtió en blanco del nuevo régimen. Además, regentaba un negocio de máquinas tragamonedas que colisionaba con el monopolio oficial, de modo que los agentes del gobierno lo secuestraron e intentaron extraditarlo a la España franquista. Lo embarcaron en un avión rumbo a Madrid, pero en pleno vuelo, recordando las bombas que tanto había temido en la Guerra Civil, envolvió una pastilla de jabón en papel de aluminio y salió del baño gritando que llevaba un artefacto explosivo. Su acto de desesperación convenció a la tripulación para aterrizar en Panamá, donde las autoridades no lo consideraron un delincuente, sino un refugiado, y lo dejaron libre.

Esta foto tomada el 18 de agosto de 2021 y publicada por la oficina de prensa del Vaticano, Vatican Media, muestra al Papa Francisco jugando al metegol en la Audiencia General

Ese suceso pasó a la historia como uno de los primeros secuestros aéreos de los que se tenga registro. Dado que volver a Europa era muy peligroso, él optó por viajar a México. Una vez allí, en 1956, retomó la labor editorial fundando la Editorial Finisterre Impresora, y llegó a publicar más de doscientos títulos relacionados con poetas y narradores del exilio español. Fue un periodo de intensa actividad cultural, de fraternidad con figuras como León Felipe —a quien conocía desde la juventud— y con otros intelectuales. Se cuenta también que por esos años mantuvo una relación amorosa con Frida Kahlo (mientras ella estaba casada con Diego Rivera), algo que saldría a la luz décadas después, con la aparición de cartas donde la pintora mexicana confesaba una apasionada atracción por aquel “niño poeta” gallego.

El futbolín, por supuesto, había seguido un rumbo paralelo. En la España franquista, cada vez más fábricas se sumaban a producir “futbolines” con mayor o menor fidelidad al diseño original. Se organizaron campeonatos y surgieron variaciones regionales, mientras Finisterre, lejos de su patria, contemplaba a la distancia cómo su invento florecía sin su presencia. Él se consolaba pensando que el sentido original (devolverles el fútbol a quienes no podían jugarlo) seguía vivo de manera simbólica, aunque la mayoría de los usuarios nunca hubiesen oído hablar de un carpintero vasco ni de un gallego convaleciente en Montserrat.

Entre tanto, su vocación literaria siguió creciendo. Fundó colecciones de poesía, prologó obras de autores exiliados, y se ganó el respeto de la comunidad literaria mexicana. También viajó de vez en cuando por otras partes de Latinoamérica, impartiendo conferencias sobre el exilio, sobre poesía y sobre cultura iberoamericana. Fue albacea de León Felipe y se esforzó por preservar el legado del poeta zamorano, comprando manuscritos y documentos en subastas con la idea de que algún día se conservaran en suelo español.

A pesar de llevar décadas fuera, Finisterre soñaba con regresar a su tierra. Ya había hecho un intento en la posguerra, pero la dictadura se lo impedía. Cuando Franco murió, en 1975, las puertas empezaron a abrirse y él volvió de forma escalonada, primero con cierto sigilo, luego con más libertad. Descubrió, con sorpresa, que para muchos en España su nombre casi ni figuraba, mientras que en círculos de aficionados al fútbol de mesa se mencionaba la leyenda de un inventor desconocido que había patentado el juego en plena guerra.

Retrato de Alexandre Campos Ramírez. Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, Eulogia Merle

La transición política lo animó a instalarse con relativa estabilidad. Se casó con la soprano María Herrero, a quien había conocido en uno de sus viajes, y alternó temporadas en Galicia, Zamora y México, según dictaban sus proyectos editoriales y el anhelo de ver de cerca los papeles de León Felipe.

Las historias sobre su primer matrimonio con Emilia de Roa y Riaza, con quien se casó en 1945, y la muerte prematura de su único hijo, circularon poco en la prensa. Él era reacio a ventilar su vida personal. De hecho, nunca buscó la fama ni la notoriedad. Sí aceptaba homenajes literarios y le gustaba rememorar anécdotas con amigos, pero no entendía las disputas sobre la patente del futbolín como un litigio económico. Le bastaba con saber que había aportado su grano de arena a la alegría colectiva de tanta gente que, en bares y salones recreativos, se apasionaba con la pequeña pelota que rebotaba de arco a arco, entre delanteros, mediocampistas y defensores.

Para los años noventa, su salud empezó a mermar. Sufría achaques producto de las secuelas de la bomba en Madrid y de los años duros de exilio.

Periódicos internacionales, como The Guardian, llegaron a escribir generosos obituarios cuando él falleció, en 2007, con 87 años. Partió de este mundo con el cariño de todos los que lo conocieron, y dejó tras de sí un puñado de anécdotas que parecen extraídas de un libro de aventuras: el secuestro de un avión con un trozo de jabón, una relación clandestina con Frida Kahlo, una editorial que publicó a un sinfín de autores del exilio y, sobre todo, la semilla de un juego que en Argentina se llamó “metegol”.

Cuentan que, en Zamora, cuando lo visitaban algunos amigos, él aludía a sus cenizas y decía que deseaba esparcirlas en el río Duero y en el océano Atlántico. Una parte de él quedaría en la tierra de León Felipe; otra parte, en el mar de Fisterra. Al morir, su familia cumplió esa voluntad. Desde entonces, cualquiera que se acerque a la costa gallega podría imaginar que, en algún recodo de viento y sal, late todavía el rastro de Finisterre. Cada vez que un niño gira la palanca de madera para hacer un gol en uno de los tantos metegoles desperdigados por el mundo, acaso se oiga el eco de un adolescente que, en los años de plomo, se negó a aceptar que la guerra le había robado la posibilidad de jugar.

 Su vida estuvo marcada por la guerra, el exilio y las persecuciones políticas; escapó del franquismo y dejó una huella imborrable en la cultura popular, aunque su mayor creación muchos la juegan sin conocer su nombre  LA NACION

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