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Un hospital y las vidas de cada día

Hace años que vivo en la zona donde Boedo se encuentra con San Cristóbal (y, un poco más allá, con Balvanera), a escasas cuadras del Hospital Ramos Mejía. A mediados de los noventa, allí le salvaron la vida a mi padre.

Papá entraba a trabajar muy temprano, en lo que para mí fue y seguirá siendo la madrugada. Cada tanto, cambiaba el subte que lo llevaba al centro de la ciudad por un taxi.

Y así ocurrió: una mañana iba, tal vez adormilado, en un taxi hacia el trabajo, por avenida Independencia. Ya estaba cerca de la Nueve de Julio cuando un colectivo cruzó Independencia con el semáforo en rojo, embistió al taxi –el mayor impacto fue sobre el asiento del pasajero–, lo arrastró y lo terminó estrellando contra la pared de un comercio que estaba en la esquina.

Entre paredes descascaradas realizaron la primera intervención, la decisiva, la que solo si se hacía a tiempo y con pericia permitiría el largo tratamiento que vino después

Algunos de los periodistas que cubrieron el siniestro desahuciaron al pasajero. No los culpo: era difícil pensar que alguien podía salir entero del amasijo de hierros en que se había transformado la zona posterior del taxi. Pero un hilo de vida latía entre los huesos rotos y la sangre del hombre que manos anónimas levantaron de la calle, subieron a una ambulancia y depositaron en las también anónimas manos de los cirujanos del Ramos Mejía. A ninguno de ellos le importó saber quién era ese paciente, ni si tenía obra social, prepaga o nada de eso. Lo que sí les importó fue rescatar el débil pulso que aún lo mantenía vivo.

Entre paredes descascaradas realizaron la primera intervención, la decisiva, la que solo si se hacía a tiempo y con pericia permitiría el largo tratamiento que vino después. Alguien encontró sus documentos y llamó a la familia. La imagen: una persona en una cama de hospital, la cabeza convertida en un hematoma sin forma –con el impacto, se le habían astillado los huesos de la cara– y al borde de eso que costaba mirar, lo único reconocible: las canas, el pelo gris levemente ondulado de mi viejo.

En diciembre de 2004, vísperas del fin de año más triste que esta ciudad pueda recordar, llegué a casa tarde, después de un festejo con colegas del trabajo. Estaba cansada y con algo de resaca; quería dormir, solo eso, y me la pasé maldiciendo y tapándome –con éxito relativo– los oídos con la almohada, para no escuchar el ulular de sirenas de ambulancia que llegaba desde la calle y no parecía detenerse nunca. Tal vez por egoísta, quizás por ingenua o simplemente porque estaba demasiado exhausta, nunca se me ocurrió asociar ese sonido con algún tipo de desastre.

Al día siguiente, encendí la televisión sin buscar nada en particular. Lo que vi me heló la sangre. Había ocurrido la tragedia de Cromañón. Las sirenas que no me habían dejado dormir eran las de las ambulancias que durante toda la noche habían ido de Plaza Once al Ramos Mejía, del Ramos Mejía a Plaza Once, abocadas a rescatar cuerpos de chicos y chicas al borde de la muerte. Entre las mismas paredes descascaradas que habían resguardado a mi padre, médicos, enfermeras y auxiliares se desgañitaban intentando mantener de este lado de la vida a infinidad de adolescentes que solo habían querido cerrar el año con un recital de rock. Desde aquella maldita noche de 2004 nunca pude volver escuchar las sirenas de ambulancia, cuando resuenan sobre la calle México, sin que se me oprima el corazón.

Como tantos otros espacios de lo público, un hospital es mucho más que un centro sanitario. Es uno de los nudos –invisible, de tan incorporado que está– donde la trama grande de lo colectivo se enlaza con el pequeño mundo que cada quien se va construyendo.

El miércoles pasado trabajaba en casa, en medio de la bulimia de información que llegaba del Congreso y Plaza de Mayo. Escuché una sirena, se me oprimió el corazón. “Reflejo condicionado”, pensé y seguí con lo mío. Poco después, vi la noticia: el fotógrafo Pablo Grillo, con la cabeza destrozada, había sido ingresado al Ramos Mejía.

Hace años que vivo en la zona donde Boedo se encuentra con San Cristóbal (y, un poco más allá, con Balvanera), a escasas cuadras del Hospital Ramos Mejía. A mediados de los noventa, allí le salvaron la vida a mi padre.

Papá entraba a trabajar muy temprano, en lo que para mí fue y seguirá siendo la madrugada. Cada tanto, cambiaba el subte que lo llevaba al centro de la ciudad por un taxi.

Y así ocurrió: una mañana iba, tal vez adormilado, en un taxi hacia el trabajo, por avenida Independencia. Ya estaba cerca de la Nueve de Julio cuando un colectivo cruzó Independencia con el semáforo en rojo, embistió al taxi –el mayor impacto fue sobre el asiento del pasajero–, lo arrastró y lo terminó estrellando contra la pared de un comercio que estaba en la esquina.

Entre paredes descascaradas realizaron la primera intervención, la decisiva, la que solo si se hacía a tiempo y con pericia permitiría el largo tratamiento que vino después

Algunos de los periodistas que cubrieron el siniestro desahuciaron al pasajero. No los culpo: era difícil pensar que alguien podía salir entero del amasijo de hierros en que se había transformado la zona posterior del taxi. Pero un hilo de vida latía entre los huesos rotos y la sangre del hombre que manos anónimas levantaron de la calle, subieron a una ambulancia y depositaron en las también anónimas manos de los cirujanos del Ramos Mejía. A ninguno de ellos le importó saber quién era ese paciente, ni si tenía obra social, prepaga o nada de eso. Lo que sí les importó fue rescatar el débil pulso que aún lo mantenía vivo.

Entre paredes descascaradas realizaron la primera intervención, la decisiva, la que solo si se hacía a tiempo y con pericia permitiría el largo tratamiento que vino después. Alguien encontró sus documentos y llamó a la familia. La imagen: una persona en una cama de hospital, la cabeza convertida en un hematoma sin forma –con el impacto, se le habían astillado los huesos de la cara– y al borde de eso que costaba mirar, lo único reconocible: las canas, el pelo gris levemente ondulado de mi viejo.

En diciembre de 2004, vísperas del fin de año más triste que esta ciudad pueda recordar, llegué a casa tarde, después de un festejo con colegas del trabajo. Estaba cansada y con algo de resaca; quería dormir, solo eso, y me la pasé maldiciendo y tapándome –con éxito relativo– los oídos con la almohada, para no escuchar el ulular de sirenas de ambulancia que llegaba desde la calle y no parecía detenerse nunca. Tal vez por egoísta, quizás por ingenua o simplemente porque estaba demasiado exhausta, nunca se me ocurrió asociar ese sonido con algún tipo de desastre.

Al día siguiente, encendí la televisión sin buscar nada en particular. Lo que vi me heló la sangre. Había ocurrido la tragedia de Cromañón. Las sirenas que no me habían dejado dormir eran las de las ambulancias que durante toda la noche habían ido de Plaza Once al Ramos Mejía, del Ramos Mejía a Plaza Once, abocadas a rescatar cuerpos de chicos y chicas al borde de la muerte. Entre las mismas paredes descascaradas que habían resguardado a mi padre, médicos, enfermeras y auxiliares se desgañitaban intentando mantener de este lado de la vida a infinidad de adolescentes que solo habían querido cerrar el año con un recital de rock. Desde aquella maldita noche de 2004 nunca pude volver escuchar las sirenas de ambulancia, cuando resuenan sobre la calle México, sin que se me oprima el corazón.

Como tantos otros espacios de lo público, un hospital es mucho más que un centro sanitario. Es uno de los nudos –invisible, de tan incorporado que está– donde la trama grande de lo colectivo se enlaza con el pequeño mundo que cada quien se va construyendo.

El miércoles pasado trabajaba en casa, en medio de la bulimia de información que llegaba del Congreso y Plaza de Mayo. Escuché una sirena, se me oprimió el corazón. “Reflejo condicionado”, pensé y seguí con lo mío. Poco después, vi la noticia: el fotógrafo Pablo Grillo, con la cabeza destrozada, había sido ingresado al Ramos Mejía.

 Hace años que vivo en la zona donde Boedo se encuentra con San Cristóbal (y, un poco más allá, con Balvanera), a escasas cuadras del Hospital Ramos Mejía. A mediados de los noventa, allí le salvaron la vida a mi padre.Papá entraba a trabajar muy temprano, en lo que para mí fue y seguirá siendo la madrugada. Cada tanto, cambiaba el subte que lo llevaba al centro de la ciudad por un taxi.Y así ocurrió: una mañana iba, tal vez adormilado, en un taxi hacia el trabajo, por avenida Independencia. Ya estaba cerca de la Nueve de Julio cuando un colectivo cruzó Independencia con el semáforo en rojo, embistió al taxi –el mayor impacto fue sobre el asiento del pasajero–, lo arrastró y lo terminó estrellando contra la pared de un comercio que estaba en la esquina.Entre paredes descascaradas realizaron la primera intervención, la decisiva, la que solo si se hacía a tiempo y con pericia permitiría el largo tratamiento que vino despuésAlgunos de los periodistas que cubrieron el siniestro desahuciaron al pasajero. No los culpo: era difícil pensar que alguien podía salir entero del amasijo de hierros en que se había transformado la zona posterior del taxi. Pero un hilo de vida latía entre los huesos rotos y la sangre del hombre que manos anónimas levantaron de la calle, subieron a una ambulancia y depositaron en las también anónimas manos de los cirujanos del Ramos Mejía. A ninguno de ellos le importó saber quién era ese paciente, ni si tenía obra social, prepaga o nada de eso. Lo que sí les importó fue rescatar el débil pulso que aún lo mantenía vivo.Entre paredes descascaradas realizaron la primera intervención, la decisiva, la que solo si se hacía a tiempo y con pericia permitiría el largo tratamiento que vino después. Alguien encontró sus documentos y llamó a la familia. La imagen: una persona en una cama de hospital, la cabeza convertida en un hematoma sin forma –con el impacto, se le habían astillado los huesos de la cara– y al borde de eso que costaba mirar, lo único reconocible: las canas, el pelo gris levemente ondulado de mi viejo.En diciembre de 2004, vísperas del fin de año más triste que esta ciudad pueda recordar, llegué a casa tarde, después de un festejo con colegas del trabajo. Estaba cansada y con algo de resaca; quería dormir, solo eso, y me la pasé maldiciendo y tapándome –con éxito relativo– los oídos con la almohada, para no escuchar el ulular de sirenas de ambulancia que llegaba desde la calle y no parecía detenerse nunca. Tal vez por egoísta, quizás por ingenua o simplemente porque estaba demasiado exhausta, nunca se me ocurrió asociar ese sonido con algún tipo de desastre.Al día siguiente, encendí la televisión sin buscar nada en particular. Lo que vi me heló la sangre. Había ocurrido la tragedia de Cromañón. Las sirenas que no me habían dejado dormir eran las de las ambulancias que durante toda la noche habían ido de Plaza Once al Ramos Mejía, del Ramos Mejía a Plaza Once, abocadas a rescatar cuerpos de chicos y chicas al borde de la muerte. Entre las mismas paredes descascaradas que habían resguardado a mi padre, médicos, enfermeras y auxiliares se desgañitaban intentando mantener de este lado de la vida a infinidad de adolescentes que solo habían querido cerrar el año con un recital de rock. Desde aquella maldita noche de 2004 nunca pude volver escuchar las sirenas de ambulancia, cuando resuenan sobre la calle México, sin que se me oprima el corazón.Como tantos otros espacios de lo público, un hospital es mucho más que un centro sanitario. Es uno de los nudos –invisible, de tan incorporado que está– donde la trama grande de lo colectivo se enlaza con el pequeño mundo que cada quien se va construyendo.El miércoles pasado trabajaba en casa, en medio de la bulimia de información que llegaba del Congreso y Plaza de Mayo. Escuché una sirena, se me oprimió el corazón. “Reflejo condicionado”, pensé y seguí con lo mío. Poco después, vi la noticia: el fotógrafo Pablo Grillo, con la cabeza destrozada, había sido ingresado al Ramos Mejía.  LA NACION

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