Estado Eléctrico, la producción más cara de la historia de Netflix es un collage de ideas de películas mejores

Estado Eléctrico (The Electric State, EE. UU. / 2025). Dirección: Anthony y Joe Russo: Guion: Christopher Markus y Stephen McFeely, basado en la novela gráfica de Simon Stålenhag. Fotografía: Stephen F. Windon. Montaje: Jeffrey Ford. Música: Alan Silvestri. Elenco: Millie Bobby Brown, Chris Pratt, Jason Alexander, Stanley Tucci, Brian Cox, Woody Harrelson y Giancarlo Esposito. Duración: 128 minutos. Disponible en Netflix. Nuestra opinión: regular.
En una conferencia de prensa de 2023, el realizador Joe Russo -responsable, junto a su hermano Anthony, de Estado Eléctrico- afirmó que la inteligencia artificial era el futuro del cine: “Eventualmente, uno podrá llegar a casa y decirle a la IA: ‘Quiero una comedia romántica protagonizada por mi avatar y Marilyn Monroe’ y obtendrá una rom-com de 90 minutos con diálogos y una historia competentes”, detalló. No hay dudas de que tal cosa será posible. Las dudas son otras, por ejemplo, de qué vivirán realizadores como Joe Russo en ese futuro y, también, si eso será en efecto cine, es decir, una expresión artística, o apenas un “contenido”, un producto efímero y desechable cuya única finalidad es existir para buscar likes hasta ser reemplazado por el próximo contenido instantáneo. Dado el modo de funcionamiento de la inteligencia artificial, que es recombinando las ocurrencias más usuales de textos que ya existen, esa comedia romántica personalizada no será tan personal: tendrá algunos diálogos de, digamos, Mujer Bonita mezclados con otros de Cuando Harry conoció a Sally y escenas de Notting Hill cruzadas con otras de El diario de Bridget Jones. En este punto, queda claro que no es necesaria una inteligencia artificial para producir una película semejante porque Netflix lo hace todo el tiempo. De hecho, es exactamente lo que parece Estado Eléctrico, un collage de otras películas mejores, con la diferencia de que si esta hubiera sido generada por una IA no habría costado 320 millones de dólares.
Aunque está basada en la novela gráfica homónima del ilustrador sueco Simon Stålenhag (responsable también del volumen en el que se basó la serie Tales From The Loop), este film tiene poco que ver con las imágenes sombrías, evocativas y melancólicas del original. Como si una inteligencia artificial hubiera recibido la instrucción de formular un blockbuster con ese libro de arte, Estado Eléctrico mezcla algunos de los paisajes creados por Stålenhag con secuencias tomadas de otros films, en particular de la obra de Steven Spielberg, en una desconcertante ensalada tonal, estilística y conceptual. Algunas veces, la película muestra un mundo gris y desolado y otras, uno trepidante, poblado por personajes vivaces, pretendidamente tiernos o cómicos. Nos dice que la dependencia de la tecnología nos desconecta de nuestra experiencia vital y al mismo tiempo es una celebración de la tecnología encarnada en robots que se revelan siempre adorables. Transcurre, sin ninguna razón particular, en unos años 90 alternativos, pero todas sus referencias provienen de los años 80. Cabe aquí mencionar que tiene una banda sonora de una redundancia apabullante: por ejemplo, cuando los personajes quiebran la ley, empieza a sonar el estribillo de “Breaking the law” de Judas Priest.
En su línea de tiempo alterna, Walt Disney creó a los primeros robots. Eventualmente, ganaron conciencia y empezaron a exigir no ser tratados como esclavos. Acostumbrados a delegar el trabajo en ellos, los humanos se niegan a concederles derechos y se desencadena una guerra. Cuando la humanidad está a punto de ser derrotada, el emprendedor tech Ethan Skate (Stanley Tucci, canalizando a Steve Jobs) inventa el “neurocaster”, una especie de casco de realidad virtual que permite comandar a distancia soldados robots sin conciencia que enfrentan y derrotan a los robots conscientes, cuya circulación queda prohibida. Esta es, con alguna variante, la historia de la novela gráfica, que en la película queda resumida en un reel de noticiero. El resto de la trama es propia del film y se reduce a un conjunto de ideas recicladas que no terminan de cuajar. En la primera escena, que sucede antes de la guerra, vemos a Christopher (Woody Norman), un adolescente superinteligente, que resuelve en segundos, para orgullo de su hermana mayor Michelle (Millie Bobby Brown), una ecuación imposible. Acto seguido, la película salta unos años hacia el futuro, hasta después de la guerra: Michelle es ahora una huérfana que perdió a toda su familia durante el conflicto. Antes de que terminemos de preguntarnos para qué se nos presentó a un personaje potencialmente interesante en la primera secuencia para hacerlo desaparecer en la segunda, entra en escena Cosmo, un robot que solo habla con muletillas de una serie de televisión, pero que se las arregla para convencer a Michelle de que está bajo el control de su hermano, quien todavía vive y es retenido en un lugar desconocido. Con su lenguaje limitado, Cosmo/Christopher solo logra ofrecer pistas vagas de su paradero. Su inteligencia sobrehumana no le sirve de mucho a él ni a la película. Lo que sigue es una road movie en la que Michelle recluta accidentalmente a Keats (Chris Pratt), un exsoldado que luce como un bajista rechazado de Van Halen y a Hermann, un robot consciente, para viajar a la “zona prohibida”, donde podría estar su hermano. Este derrotero se encuentra con la oposición del malvado Skate, dado que el chico es una pieza clave de su arquitectura de poder.
No se dirá más, aunque nada de lo que sucede resultará un misterio. El único misterio aquí es por qué Netflix gasta cientos de millones de dólares para hacer estas películas. Desde hace décadas, el cine de los grandes estudios está atrapado en una dinámica perversa: necesita de las llamadas “tentpole movies”, películas que recaudan cientos o miles de millones de dólares para sostener su estructura. Pero para recaudar esas cifras escalofriantes también requieren de un gasto escalofriante. Una inversión de 250 millones de dólares o más en la producción y otro tanto en publicidad descarta cualquier riesgo creativo que podría alejar espectadores. Por eso, la lista de las 20 o 30 películas más caras y más vistas de la historia está compuesta exclusivamente por remakes, reboots, segundas partes o terceras partes de éxitos probados para todo público. Ese exasperante regreso de Hollywood a lo mismo hizo que los espectadores adultos empezaran a encontrar en la televisión paga aquello que el cine ya no les ofrecía. Así surgió la era de “peak tv”. Sin embargo, desde hace unos años, las plataformas de streamings y Netflix en particular, están enfrascados en producir su blockbuster con la misma lógica de los estudios, aunque no lo necesitan porque su modelo de negocio es otro. El resultado es aún peor: películas armadas como un collage de partes, desechables, inmediatamente olvidables (¿alguien recuerda algo de Red Notice o 6 Underground?) que no son televisión, tampoco son exactamente cine, son apenas “contenido”.
Estado Eléctrico (The Electric State, EE. UU. / 2025). Dirección: Anthony y Joe Russo: Guion: Christopher Markus y Stephen McFeely, basado en la novela gráfica de Simon Stålenhag. Fotografía: Stephen F. Windon. Montaje: Jeffrey Ford. Música: Alan Silvestri. Elenco: Millie Bobby Brown, Chris Pratt, Jason Alexander, Stanley Tucci, Brian Cox, Woody Harrelson y Giancarlo Esposito. Duración: 128 minutos. Disponible en Netflix. Nuestra opinión: regular.
En una conferencia de prensa de 2023, el realizador Joe Russo -responsable, junto a su hermano Anthony, de Estado Eléctrico- afirmó que la inteligencia artificial era el futuro del cine: “Eventualmente, uno podrá llegar a casa y decirle a la IA: ‘Quiero una comedia romántica protagonizada por mi avatar y Marilyn Monroe’ y obtendrá una rom-com de 90 minutos con diálogos y una historia competentes”, detalló. No hay dudas de que tal cosa será posible. Las dudas son otras, por ejemplo, de qué vivirán realizadores como Joe Russo en ese futuro y, también, si eso será en efecto cine, es decir, una expresión artística, o apenas un “contenido”, un producto efímero y desechable cuya única finalidad es existir para buscar likes hasta ser reemplazado por el próximo contenido instantáneo. Dado el modo de funcionamiento de la inteligencia artificial, que es recombinando las ocurrencias más usuales de textos que ya existen, esa comedia romántica personalizada no será tan personal: tendrá algunos diálogos de, digamos, Mujer Bonita mezclados con otros de Cuando Harry conoció a Sally y escenas de Notting Hill cruzadas con otras de El diario de Bridget Jones. En este punto, queda claro que no es necesaria una inteligencia artificial para producir una película semejante porque Netflix lo hace todo el tiempo. De hecho, es exactamente lo que parece Estado Eléctrico, un collage de otras películas mejores, con la diferencia de que si esta hubiera sido generada por una IA no habría costado 320 millones de dólares.
Aunque está basada en la novela gráfica homónima del ilustrador sueco Simon Stålenhag (responsable también del volumen en el que se basó la serie Tales From The Loop), este film tiene poco que ver con las imágenes sombrías, evocativas y melancólicas del original. Como si una inteligencia artificial hubiera recibido la instrucción de formular un blockbuster con ese libro de arte, Estado Eléctrico mezcla algunos de los paisajes creados por Stålenhag con secuencias tomadas de otros films, en particular de la obra de Steven Spielberg, en una desconcertante ensalada tonal, estilística y conceptual. Algunas veces, la película muestra un mundo gris y desolado y otras, uno trepidante, poblado por personajes vivaces, pretendidamente tiernos o cómicos. Nos dice que la dependencia de la tecnología nos desconecta de nuestra experiencia vital y al mismo tiempo es una celebración de la tecnología encarnada en robots que se revelan siempre adorables. Transcurre, sin ninguna razón particular, en unos años 90 alternativos, pero todas sus referencias provienen de los años 80. Cabe aquí mencionar que tiene una banda sonora de una redundancia apabullante: por ejemplo, cuando los personajes quiebran la ley, empieza a sonar el estribillo de “Breaking the law” de Judas Priest.
En su línea de tiempo alterna, Walt Disney creó a los primeros robots. Eventualmente, ganaron conciencia y empezaron a exigir no ser tratados como esclavos. Acostumbrados a delegar el trabajo en ellos, los humanos se niegan a concederles derechos y se desencadena una guerra. Cuando la humanidad está a punto de ser derrotada, el emprendedor tech Ethan Skate (Stanley Tucci, canalizando a Steve Jobs) inventa el “neurocaster”, una especie de casco de realidad virtual que permite comandar a distancia soldados robots sin conciencia que enfrentan y derrotan a los robots conscientes, cuya circulación queda prohibida. Esta es, con alguna variante, la historia de la novela gráfica, que en la película queda resumida en un reel de noticiero. El resto de la trama es propia del film y se reduce a un conjunto de ideas recicladas que no terminan de cuajar. En la primera escena, que sucede antes de la guerra, vemos a Christopher (Woody Norman), un adolescente superinteligente, que resuelve en segundos, para orgullo de su hermana mayor Michelle (Millie Bobby Brown), una ecuación imposible. Acto seguido, la película salta unos años hacia el futuro, hasta después de la guerra: Michelle es ahora una huérfana que perdió a toda su familia durante el conflicto. Antes de que terminemos de preguntarnos para qué se nos presentó a un personaje potencialmente interesante en la primera secuencia para hacerlo desaparecer en la segunda, entra en escena Cosmo, un robot que solo habla con muletillas de una serie de televisión, pero que se las arregla para convencer a Michelle de que está bajo el control de su hermano, quien todavía vive y es retenido en un lugar desconocido. Con su lenguaje limitado, Cosmo/Christopher solo logra ofrecer pistas vagas de su paradero. Su inteligencia sobrehumana no le sirve de mucho a él ni a la película. Lo que sigue es una road movie en la que Michelle recluta accidentalmente a Keats (Chris Pratt), un exsoldado que luce como un bajista rechazado de Van Halen y a Hermann, un robot consciente, para viajar a la “zona prohibida”, donde podría estar su hermano. Este derrotero se encuentra con la oposición del malvado Skate, dado que el chico es una pieza clave de su arquitectura de poder.
No se dirá más, aunque nada de lo que sucede resultará un misterio. El único misterio aquí es por qué Netflix gasta cientos de millones de dólares para hacer estas películas. Desde hace décadas, el cine de los grandes estudios está atrapado en una dinámica perversa: necesita de las llamadas “tentpole movies”, películas que recaudan cientos o miles de millones de dólares para sostener su estructura. Pero para recaudar esas cifras escalofriantes también requieren de un gasto escalofriante. Una inversión de 250 millones de dólares o más en la producción y otro tanto en publicidad descarta cualquier riesgo creativo que podría alejar espectadores. Por eso, la lista de las 20 o 30 películas más caras y más vistas de la historia está compuesta exclusivamente por remakes, reboots, segundas partes o terceras partes de éxitos probados para todo público. Ese exasperante regreso de Hollywood a lo mismo hizo que los espectadores adultos empezaran a encontrar en la televisión paga aquello que el cine ya no les ofrecía. Así surgió la era de “peak tv”. Sin embargo, desde hace unos años, las plataformas de streamings y Netflix en particular, están enfrascados en producir su blockbuster con la misma lógica de los estudios, aunque no lo necesitan porque su modelo de negocio es otro. El resultado es aún peor: películas armadas como un collage de partes, desechables, inmediatamente olvidables (¿alguien recuerda algo de Red Notice o 6 Underground?) que no son televisión, tampoco son exactamente cine, son apenas “contenido”.
Con un presupuesto de 320 millones de dólares, el film está protagonizado por Millie Bobby Brown y Chris Pratt y cuenta con la dirección de los hermanos Russo LA NACION