Cuidados en tiempos de inteligencia artificial

No juzga, no desaprueba, ni cuestiona moralmente. Está disponible 24/7, sin necesidad de reservar turno ni habitar salas de espera. Su asistencia es inmediata y no está sujeta a restricciones temporales o espaciales. Tiene una paciencia infinita para repetir, reformular, reconducir, y hace gala de una cordialidad suprema.
Podemos contarlo todo, sin miedo ni vergüenza. Iniciar y terminar el diálogo mantenido en cualquier momento y sin dar explicaciones: jamás las pedirá. Retomar la interacción sin tener que aceptar los desencuentros previos, ya que tiene una memoria selectiva que nosotros mismos entrenamos. Además, si así lo resolvemos, podemos continuar conversaciones inconclusas o empezar de cero cada vez.
A esta altura de la descripción, quizá resulte fácil deducir la identidad del objeto aludido. No es un superhumano, tampoco es un experto certificado: es un modelo de inteligencia artificial configurado para conectar a través del lenguaje. Y la situación se presenta cuando se le pide que asuma roles inherentes a profesiones de cuidado que se ejercen por medio de la palabra. En ellas, lo nuclear es el diálogo, esa amalgama de escucha activa y producción verbal que pone en juego también lo gestual, lo corporal, lo proxémico y los múltiples aspectos de un contexto que es preciso leer en simultáneo.
Lo cierto es que muchas de estas ramas profesionales han virado a una atención en línea, en la que pesan más las narrativas que el contacto físico. Aquí englobamos –sin pretender ser exhaustivos– la psicología clínica, la orientación, la consejería, la mediación comunitaria, las mentorías y tutorías, los asesoramientos personalizados: prácticas cuya principal herramienta de intervención es la palabra.
De la mudanza del consultorio al Zoom y del advenimiento de aplicaciones de IA que desafían nuestros propios límites, se deriva esta nueva tendencia. El problema está instalado y la discusión, abierta: ¿percibimos calidez y empatía en los artefactos? Esto está sucediendo y su incidencia parece acentuarse. Emerge una preferencia hacia un buen trato proveniente de una entidad no humana, que no demanda reciprocidad: un simulacro de cuidado que se recibe sin necesidad de retribución.
El escenario sugiere que valoramos las relaciones bientratantes y nos lleva a reflexionar sobre las propias capacidades en el marco de un vínculo de cuidado. Nos emplaza a revisar nuestras debilidades, que estarían contrastando con la sensación de haber sido escuchado y contenido que la IA puede inducir, con esa amabilidad que no conoce los malos días, con esa condescendencia exagerada que valida insistentemente a su interlocutor para sellar una ilusión de cercanía e intimidad.
Lo humano, en cambio, puede provocar incomodidad, disparar discrepancias, exigir trabajo emocional. Con otro ser humano nada es tan sencillo: interpretamos, intuimos, confrontamos. A pesar de eso, sabemos que sin una mirada humana toda intervención de cuidado pierde su sentido más radical. ¿Qué hacer ante este panorama? Primero, admitir que no todo es oscuro y que una integración regulada de la IA puede sostenerse si la dimensión ética está presente. Por lo demás, se impone promover usos críticos y reforzar la centralidad de las relaciones interpersonales. Porque la palabra, esa disposición delicada y situada, solo adquiere pleno alcance cuando es encuentro entre personas, entre seres de una especie que –por naturaleza y cultura– nace y deviene cuidadora y dialogante.
Doctora en Comunicación Social. Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral
No juzga, no desaprueba, ni cuestiona moralmente. Está disponible 24/7, sin necesidad de reservar turno ni habitar salas de espera. Su asistencia es inmediata y no está sujeta a restricciones temporales o espaciales. Tiene una paciencia infinita para repetir, reformular, reconducir, y hace gala de una cordialidad suprema.
Podemos contarlo todo, sin miedo ni vergüenza. Iniciar y terminar el diálogo mantenido en cualquier momento y sin dar explicaciones: jamás las pedirá. Retomar la interacción sin tener que aceptar los desencuentros previos, ya que tiene una memoria selectiva que nosotros mismos entrenamos. Además, si así lo resolvemos, podemos continuar conversaciones inconclusas o empezar de cero cada vez.
A esta altura de la descripción, quizá resulte fácil deducir la identidad del objeto aludido. No es un superhumano, tampoco es un experto certificado: es un modelo de inteligencia artificial configurado para conectar a través del lenguaje. Y la situación se presenta cuando se le pide que asuma roles inherentes a profesiones de cuidado que se ejercen por medio de la palabra. En ellas, lo nuclear es el diálogo, esa amalgama de escucha activa y producción verbal que pone en juego también lo gestual, lo corporal, lo proxémico y los múltiples aspectos de un contexto que es preciso leer en simultáneo.
Lo cierto es que muchas de estas ramas profesionales han virado a una atención en línea, en la que pesan más las narrativas que el contacto físico. Aquí englobamos –sin pretender ser exhaustivos– la psicología clínica, la orientación, la consejería, la mediación comunitaria, las mentorías y tutorías, los asesoramientos personalizados: prácticas cuya principal herramienta de intervención es la palabra.
De la mudanza del consultorio al Zoom y del advenimiento de aplicaciones de IA que desafían nuestros propios límites, se deriva esta nueva tendencia. El problema está instalado y la discusión, abierta: ¿percibimos calidez y empatía en los artefactos? Esto está sucediendo y su incidencia parece acentuarse. Emerge una preferencia hacia un buen trato proveniente de una entidad no humana, que no demanda reciprocidad: un simulacro de cuidado que se recibe sin necesidad de retribución.
El escenario sugiere que valoramos las relaciones bientratantes y nos lleva a reflexionar sobre las propias capacidades en el marco de un vínculo de cuidado. Nos emplaza a revisar nuestras debilidades, que estarían contrastando con la sensación de haber sido escuchado y contenido que la IA puede inducir, con esa amabilidad que no conoce los malos días, con esa condescendencia exagerada que valida insistentemente a su interlocutor para sellar una ilusión de cercanía e intimidad.
Lo humano, en cambio, puede provocar incomodidad, disparar discrepancias, exigir trabajo emocional. Con otro ser humano nada es tan sencillo: interpretamos, intuimos, confrontamos. A pesar de eso, sabemos que sin una mirada humana toda intervención de cuidado pierde su sentido más radical. ¿Qué hacer ante este panorama? Primero, admitir que no todo es oscuro y que una integración regulada de la IA puede sostenerse si la dimensión ética está presente. Por lo demás, se impone promover usos críticos y reforzar la centralidad de las relaciones interpersonales. Porque la palabra, esa disposición delicada y situada, solo adquiere pleno alcance cuando es encuentro entre personas, entre seres de una especie que –por naturaleza y cultura– nace y deviene cuidadora y dialogante.
Doctora en Comunicación Social. Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral
No juzga, no desaprueba, ni cuestiona moralmente. Está disponible 24/7, sin necesidad de reservar turno ni habitar salas de espera. Su asistencia es inmediata y no está sujeta a restricciones temporales o espaciales. Tiene una paciencia infinita para repetir, reformular, reconducir, y hace gala de una cordialidad suprema.Podemos contarlo todo, sin miedo ni vergüenza. Iniciar y terminar el diálogo mantenido en cualquier momento y sin dar explicaciones: jamás las pedirá. Retomar la interacción sin tener que aceptar los desencuentros previos, ya que tiene una memoria selectiva que nosotros mismos entrenamos. Además, si así lo resolvemos, podemos continuar conversaciones inconclusas o empezar de cero cada vez.A esta altura de la descripción, quizá resulte fácil deducir la identidad del objeto aludido. No es un superhumano, tampoco es un experto certificado: es un modelo de inteligencia artificial configurado para conectar a través del lenguaje. Y la situación se presenta cuando se le pide que asuma roles inherentes a profesiones de cuidado que se ejercen por medio de la palabra. En ellas, lo nuclear es el diálogo, esa amalgama de escucha activa y producción verbal que pone en juego también lo gestual, lo corporal, lo proxémico y los múltiples aspectos de un contexto que es preciso leer en simultáneo.Lo cierto es que muchas de estas ramas profesionales han virado a una atención en línea, en la que pesan más las narrativas que el contacto físico. Aquí englobamos –sin pretender ser exhaustivos– la psicología clínica, la orientación, la consejería, la mediación comunitaria, las mentorías y tutorías, los asesoramientos personalizados: prácticas cuya principal herramienta de intervención es la palabra.De la mudanza del consultorio al Zoom y del advenimiento de aplicaciones de IA que desafían nuestros propios límites, se deriva esta nueva tendencia. El problema está instalado y la discusión, abierta: ¿percibimos calidez y empatía en los artefactos? Esto está sucediendo y su incidencia parece acentuarse. Emerge una preferencia hacia un buen trato proveniente de una entidad no humana, que no demanda reciprocidad: un simulacro de cuidado que se recibe sin necesidad de retribución.El escenario sugiere que valoramos las relaciones bientratantes y nos lleva a reflexionar sobre las propias capacidades en el marco de un vínculo de cuidado. Nos emplaza a revisar nuestras debilidades, que estarían contrastando con la sensación de haber sido escuchado y contenido que la IA puede inducir, con esa amabilidad que no conoce los malos días, con esa condescendencia exagerada que valida insistentemente a su interlocutor para sellar una ilusión de cercanía e intimidad.Lo humano, en cambio, puede provocar incomodidad, disparar discrepancias, exigir trabajo emocional. Con otro ser humano nada es tan sencillo: interpretamos, intuimos, confrontamos. A pesar de eso, sabemos que sin una mirada humana toda intervención de cuidado pierde su sentido más radical. ¿Qué hacer ante este panorama? Primero, admitir que no todo es oscuro y que una integración regulada de la IA puede sostenerse si la dimensión ética está presente. Por lo demás, se impone promover usos críticos y reforzar la centralidad de las relaciones interpersonales. Porque la palabra, esa disposición delicada y situada, solo adquiere pleno alcance cuando es encuentro entre personas, entre seres de una especie que –por naturaleza y cultura– nace y deviene cuidadora y dialogante.Doctora en Comunicación Social. Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral LA NACION