Veamos, ministro Caputo

A ver, ministro Caputo, lo invito a leer en voz alta uno de los más maravillosos cantos a la libertad. Tiene más de quinientos años y es aquel que Don Quijote recitó a su escudero, Sancho Panza, en la segunda parte de la obra inmortal de Cervantes. Lo encontrará al empezar el capítulo LVIII.
¿Lo halló? Bien, leamos ahora: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos. Con ella no pueden igualarse los tesoros que guarda la tierra ni el mar encubre. Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe arriesgar la vida”. Es tan bello y oportuno, ¿verdad?
Tenga en cuenta que el Caballero de la Triste Figura alababa el más preciado de los dones después de haber sido objeto de burlas en el castillo ducal, sobre todo por Altisidora, una doncella al servicio de los duques, y nada compensaba a su dignidad herida, ni aun la mesa del banquete con los sabrosos manjares ofrecidos. Dicho de forma más actualizada, Don Quijote había percibido el ahogo de quien por alguna razón siente lesionada la libertad que nos dieron “las fuerzas del cielo”, según el relato bíblico que el Presidente cita a menudo.
¿Me sigue, ministro? Cervantes equiparó en rango la libertad y la honra, que tanto más valen como derechos personales cuanto nos han sido dados también por nuestra propia conquista, día a día. Pienso en Morales Solá, en Fernández Díaz, en Florencia Donovan, en Sofía Diamante, en Alconada Mon, en Rodríguez Yebra; pienso en tantos colegas que, si los mentara a todos, perdería aliento para proseguir esta charla íntima.
Para usted, que lleva años pregonando el ideal de la libertad al lado del presidente a quien sirve, después de haber servido al presidente Macri, esto que digo sonará como un atrevimiento. No está en mi ánimo ofenderlo, ni falta hace aclararlo, pero ha llegado el momento de decirle que se pasó de la raya al proclamar que el periodismo va en camino de la desaparición. A Milei lo conocemos, de modo que no nos asombra que haya enjuiciado a Carlos Pagni, periodista de este diario, por una rebuscada interpretación sobre lo que supone, o supone aparentar, que dijo en un programa de LN+.
Fíjese, ministro, lo absurdo de la situación: se ha sumado a condenar lo inexistente el presidente de Israel, con todo lo que tiene que hacer en medio de los conflictos del Cercano y Medio Oriente. El sentido de las proporciones se ha perdido en este mundo con la sucesión de encumbramientos pasmosos.
Isaac Herzog es el presidente de un Estado extranjero al que este diario saludó efusivamente en su nacimiento, en 1948, y al que apoyó en cuanta guerra debió dirimir con quienes negaban su derecho a la existencia. Hasta acompañó en su política editorial a Israel en la necesidad vital de extender su presencia estratégica sobre Cisjordania con asentamientos controvertidos en las Naciones Unidas.
Si el presidente Isaac Herzog encontrara en las columnas editoriales de The New York Times, o en los otros dos o tres diarios de referencia en los Estados Unidos, una doctrina del tenor que LA NACION trazó sobre aquella delicada cuestión, caería en la cuenta de que mi memoria se ha debilitado más de lo que imaginaba. Y la perplejidad estaría a la altura de la que provocó entre nosotros el presidente Herzog al recriminar, tanto como Milei, a uno de nuestros periodistas más relevantes y haberse abstenido de enjuiciar, hasta donde sabemos, el repitente saludo de Elon Musk, magnate y funcionario del gobierno de Donald Trump. Esa manito que levanta en 45 grados ha sido caracterizada por la prensa mundial como en demasía evocadora de la contraseña siniestra entre cofrades del régimen nazi abatido en 1945.
Creo, ministro, que no hemos llegado aún al final de la larga y tropezosa tarea de definir al partido que gobierna. Unas veces raya en lo liberal por el dogmatismo con que defiende importantes líneas doctrinarias. Otras veces trasunta algo de conservadurismo, carente por lo tanto de ideología, y práctico (por no decir oportunista), que está pendiente de las oscilaciones del momento. Otras más, se mueve como una ameba entre los populismos de nuevo cuño.
Eso se hizo notar cuando su cartera envió vagas señales a organizaciones de medicina prepaga, supermercadistas y fabricantes de automóviles de que se prepararan para las consecuencias de aumentar los precios de los productos por encima de lo admisible. ¿Quién determina lo que es admisible o no en materia de precios, ministro? Disculpe, pero la sombra funesta del secretario de Comercio que recibía a empresarios con un revólver sobre la mesa cruzó fugazmente por mi cabeza. Acepto que responde bastante mejor a la ortodoxia liberal el énfasis del fin de semana último de advertir que se abrirán las compuertas del país para estimular la práctica de la “sana competencia”.
Se va formando, ministro, en el ámbito específico de su actividad una atmósfera pública preocupante, con algo de intimidatoria, y no siempre por acción de funcionarios. “Le echaste arena en los ojos”, recriminó, días atrás, un petrolero a Marcos Pereda, vicepresidente de la Sociedad Rural Argentina, sobre los efectos que en la visión del ministro Federico Sturzenegger podría haber producido la opinión, sin duda acertada, de que no todo es rosa, y que el superávit fiscal está sustentado sobre un impuesto de emergencia, y discriminatorio, como el de las retenciones al campo.
Eso ocurrió en la conferencia de comercio y producción en que interactúan grandes organizaciones empresarias. Pereda tuvo que soportar por la sinceridad una impertinencia de igual índole a la que el periodismo ha sobrellevado por dicterios de un par de capitostes de empresas tecnológicas. Les importa un rábano que la libertad de crítica sea, como pregonaba Kant, una manifestación del uso público de la razón.
Ministro, somos todos imperfectos, y no me atrevo a presumir que lo resuelva nuestro espíritu crítico, pero admita lo acertado de ADEPA cuando dijo en su reciente declaración: “El periodismo no va a desaparecer mientras alguien quiera que le cuenten lo que otros no quieren que se sepa”. Esto de expresar libremente el pensamiento lo fundó como nadie Oliver Wendell Holms, un juez excepcional de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos.
Al decidir en 1919 su voto en el caso “Abrams vs. United States”, Holms fue directo al grano en cuanto a la condición humana. “Constantemente –dijo– tenemos que poner en juego nuestra salvación a partir de alguna profecía basada en conocimientos imperfectos. Mientras ese experimento sea parte de nuestro sistema, creo que deberíamos estar siempre alertas frente a intentos de controlar la expresión de opiniones que detestamos, e incluso que consideremos muy peligrosas, salvo que amenacen de manera tan eminente los legítimos y urgentes propósitos del derecho que se requiera un control inmediato”.
Está ínsito en la interpretación de lo dicho por Holms que no se podría defender la libertad de expresión en el ejemplo clásico de alguien que se propusiera gritar “¡Fuego!” en la oscuridad de la sala de un teatro. Su perspicacia inhibe de detallar las consecuencias inmediatas de lo que eso produciría entre el gentío.
El problema, ministro, es que el debate en desarrollo en el país es sobre cuestiones mucho más complejas. Piense en la crítica que Amcham, la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina, acaba de hacer sobre la frustración del proyecto de ficha limpia, destinado a poner un ladrillo más en la obra de higienizar la política. Como anotación de la gravedad de lo ocurrido, se pronunció hace horas el Foro de Convergencia Empresaria.
Su gobierno, ministro, ha quedado mal parado en este asunto. No creo que uno de esos empresarios habituados a sobar el lomo de los gobiernos de turno acuse a los dirigentes de Amcham de haberle tirado al Presidente “arena en los ojos”. Recuperaría la prudencia habitual entre quienes viven midiendo los costos de hablar, tan de otra etnia en relación con quienes juegan el pellejo y la honra en cada palabra que escriben o dicen.
No sé qué efectos habrá si el Presidente hace una desmentida más sobre su propio papel y esta vez la dirige a Carlos Rovira, caudillo de los senadores que inesperadamente desertaron de las filas de quienes procuraban prohibir que sean candidatos reos con dos condenas firmes. Rovira dejó bien en claro, entre correligionarios, que aquella deserción había sido por pedido de Milei. Fue una inculpación demoledora tras el escándalo de $LIBRA.
La investigación periodística de estos casos, señor ministro, pone en evidencia, como en el célebre asunto de los cuadernos, y de tantos otros más, que el periodismo de calidad no se acabará nunca, me complazco en decirle. Esa labor no es de la leña de quien grita “¡Fuego!” en un teatro, sino de quienes defienden el interés social en debates destinados a evitar desmadres institucionales que el país no se puede permitir.
El intercambio de ideas determinará al fin si alguna profecía periodística se fundaba en conocimientos imperfectos a los que refería Holms en su voto. No, ministro, el infierno se congelará antes de que el periodismo profesional desaparezca.
Convenga usted que asuntos como el de ficha limpia pueden llevarnos por su impacto al albor de una renovada exploración ciudadana sobre dónde anida la fuerza moderada, y razonablemente decente y eficaz, en situación de comenzar a definirse como una tercera instancia en la política argentina. Suena tentadora la hipótesis de si el terreno ideal para esa experiencia sería la ciudad de Buenos Aires, ¿no es cierto?
Se trataría de una experiencia alejada, por un lado, del kirchno-peronismo, a raíz de la amarga memoria de su ensayo socializante, ineficiente y corrupto. Y distante, donde fuere necesario, de un gobierno que ha entusiasmado por no pocas de sus iniciativas económicas, financieras y desregularizadoras, pero cuyo lenguaje violento, antesala posible de arrebatos aún peores, cabe prevenir. ¿Qué es eso, se pregunta el ciudadano ordinario, de componendas veladas por la oscuridad con lo peor de la política?
En su obra De la democracia en Hispanoamérica, de reciente aparición, Santiago Muñoz Machado, presidente de la Real Academia de la Lengua, destaca palabras memorables de Jefferson. Aquellas en que dijo que los debates y la libre circulación de las ideas terminan reponiendo la verdad en su lugar. No hace falta, en efecto, que ningún lunático recomiende al Presidente poner presos a periodistas por sus informaciones o críticas.
Jefferson hacía su propuesta en el contexto que devino de la Ilustración y se consumó en los ideales de la Constitución norteamericana de 1787, en la declaración francesa de 1789 sobre los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que consagró “la libre comunicación de los pensamientos”, y en la sanción de la primera enmienda norteamericana, de 1791, destinada a prohibir al Congreso dictar leyes de prensa. Después accedimos al gran compromiso constitucional argentino de 1853/60 de asegurar las libertades públicas, prohibir la censura previa e impedir “leyes de imprenta”. Las Naciones Unidas hicieron su parte con la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.
Aquel contexto de convicciones liberales y humanitarias, amenazadas durante el siglo XX por movimientos totalitarios rotundamente derrotados en 1945 y 1989/1991, sentó las bases de la democracia republicana que ahora vuelve a ser impugnada con otros argumentos. Un ardiente partidario de Trump, Peter Thiel, cofundador de PayPal, es uno de quienes han encarnado esa atrevida moda que creció en América y Europa. Thiel pregonó hace tiempo que la democracia es inherentemente incompatible con el capitalismo y debería ser desmantelada “en favor de la eficiencia, la estabilidad y el control jerárquico”. Es la idea adjudicada a Thiel, ¿pero no será también la idea de los liberales que aquí se encogen de hombros frente a la degradación del lenguaje, que es la manifestación esencial de una cultura, y frente a cualquier sucio arreglo con tal de que no peligre el sueño del déficit fiscal cero?
Estamos en pleno hartazgo todavía por décadas de demasías del progresismo y la izquierda desaforada. Han sido los necios que provocaron, en su insistencia por destruir valores, la contraofensiva que ha empinado a posiciones de poder a quienes vociferaron que estaban dispuestos a cambiar sin contemplaciones la perversa tilinguería de la cultura woke.
Martin Wolf, el eximio analista del Financial Times, ha resumido algunas de estas cosas, ciñéndolas en su observación al panorama norteamericano: “Biden puede ser viejo. Pero Trump está loco y, por desgracia, no por una locura graciosa, sino de peligro”. Lo que Wolf no explicó es si aplastar una contracultura que se había esperanzado en hasta dejarnos sin la lógica interna de nuestras lenguas solo podía ser hecho por enajenados desentendidos de nuevos peligros y de las consecuencias de una velocidad frenética en los trabajos por desarticular el mundo anterior.
En situaciones que en el fondo suscitan infinita tristeza sobre la configuración de algunas criaturas del género humano no debería sorprender que con estos cambios de vientos retorne un clamor, ya oído aquí en el pasado. Fue cuando la gente se indagaba cómo haber otorgado atribuciones de decidir en células cerradas sobre la vida o la muerte a militares de personalidad inestable, con emocionalidad precaria. ¿Habrá que preguntar ahora si en adelante los candidatos a gobernar debieran difundir la constancia fehaciente del estado de su salud mental? Es triste recordar esto, pero fue así.
Es penoso, ministro, el lamento presidencial de “que no se odia lo suficiente a los periodistas”. Aumenta sus decibeles día a día y fuerza las respuestas de indignación. Usted mismo, ministro, en el afán de mimetizarse con el Presidente, se ha subido al tablón más alto que encontró para el desdén agraviante, pero no ha hecho más que debilitar la opinión de que es uno de los hombres razonables de este gobierno. Por eso asumo la tarea de escribirle.
Me tiene en un sentido despreocupado, ministro, la profecía de que el periodismo tiende a desaparecer “por sus propios méritos”. Ejerzo este oficio desde unos diez años antes de que usted naciera y de esa cuerda personal asoman apenas hoy unos hilos desgastados de la vieja mecha. De manera que en lo personal ha llegado tarde con los vaticinios lúgubres.
Me preocupa más, ministro, el impacto de su veredicto irreflexivo sobre los estudiantes que cursan periodismo, en creciente aumento, como una rama de las comunicaciones. Me preocupa la ofensa que eso infiera a sus maestros en la mitad de las más de cien universidades públicas y privadas en que se imparte la disciplina. Se cuentan en la Argentina por miles los jóvenes, muchos de quienes entre ellos realizan esfuerzos épicos para estudiar y solventar, al mismo tiempo, el esfuerzo de concretar algún día la ilusión de informar y difundir conocimientos.
Ministro: comprendo el sentido de sus palabras si lo que usted propendió a decir por la lectura de alguna encuesta ha sido que no ve demasiadas chances de sobrevida al periodismo berreta, al periodismo que haya sido débil a las tentaciones innobles de quienes lo usan en su provecho, al que abre la boca para hacer un comentario sesudo y a renglón seguido recomienda las bondades de un jabón de baño para usar en entrepiernas. Descuente, sin embargo, que la mayoría de los periodistas cabales actúan de espaldas a las actividades que impropiamente asumen la identidad del profesionalismo riguroso en la información e interpretación de los hechos que suceden.
Su gobierno, ministro, ha contribuido al infausto crecimiento de un supuesto periodismo hecho con deslenguadas interjecciones de forma anónima por las redes o con el uso de nombres falsos. ¿Por qué esconderse? Todos nacemos con el humano derecho a expresar nuestro pensamiento, pero que el ejercicio de ese derecho suponga reconocer en cualquier individuo la condición de periodista es tan disparatado como asentir que quien disponga de un utensilio cortante se halle habilitado para entrar en el quirófano y carnear a un pobre diablo.
Creo nefasta la idea de que los periodistas deban matricularse. No procuren ustedes introducirla en un DNU de los que nos tienen acostumbrados. Podrían hacer una contribución en favor del buen periodismo con solo abrir las puertas de sus despachos a colegas dispuestos a incomodarlos con preguntas sustanciosas, y si son picantes, mejor. Sepan ponerse seriamente a prueba respecto del interés de una sociedad que necesita ser orientada en sus decisiones.
Observe, ministro, si el interlocutor se abstiene de repreguntar sobre lo que usted o el Presidente han dicho. El que no repregunta es porque teme meterse en honduras sobre lo que han hablado. Puede ser por ignorancia; puede ser porque haya adquirido el hábito de congraciarse con los protagonistas del poder: con los de ayer, con los de hoy, con los que vengan, tanto da. Esos, sí, son los casos perdidos del falso periodismo que deberíamos aborrecer.
Su tiempo vale oro, ministro, ¿pero no me acompaña en la felicidad de volver a escuchar las sabias, musicales palabras de El Ingenioso Caballero Don Quijote de la Mancha?: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados bienes que a los hombres dieron los cielos…”.
A ver, ministro Caputo, lo invito a leer en voz alta uno de los más maravillosos cantos a la libertad. Tiene más de quinientos años y es aquel que Don Quijote recitó a su escudero, Sancho Panza, en la segunda parte de la obra inmortal de Cervantes. Lo encontrará al empezar el capítulo LVIII.
¿Lo halló? Bien, leamos ahora: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos. Con ella no pueden igualarse los tesoros que guarda la tierra ni el mar encubre. Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe arriesgar la vida”. Es tan bello y oportuno, ¿verdad?
Tenga en cuenta que el Caballero de la Triste Figura alababa el más preciado de los dones después de haber sido objeto de burlas en el castillo ducal, sobre todo por Altisidora, una doncella al servicio de los duques, y nada compensaba a su dignidad herida, ni aun la mesa del banquete con los sabrosos manjares ofrecidos. Dicho de forma más actualizada, Don Quijote había percibido el ahogo de quien por alguna razón siente lesionada la libertad que nos dieron “las fuerzas del cielo”, según el relato bíblico que el Presidente cita a menudo.
¿Me sigue, ministro? Cervantes equiparó en rango la libertad y la honra, que tanto más valen como derechos personales cuanto nos han sido dados también por nuestra propia conquista, día a día. Pienso en Morales Solá, en Fernández Díaz, en Florencia Donovan, en Sofía Diamante, en Alconada Mon, en Rodríguez Yebra; pienso en tantos colegas que, si los mentara a todos, perdería aliento para proseguir esta charla íntima.
Para usted, que lleva años pregonando el ideal de la libertad al lado del presidente a quien sirve, después de haber servido al presidente Macri, esto que digo sonará como un atrevimiento. No está en mi ánimo ofenderlo, ni falta hace aclararlo, pero ha llegado el momento de decirle que se pasó de la raya al proclamar que el periodismo va en camino de la desaparición. A Milei lo conocemos, de modo que no nos asombra que haya enjuiciado a Carlos Pagni, periodista de este diario, por una rebuscada interpretación sobre lo que supone, o supone aparentar, que dijo en un programa de LN+.
Fíjese, ministro, lo absurdo de la situación: se ha sumado a condenar lo inexistente el presidente de Israel, con todo lo que tiene que hacer en medio de los conflictos del Cercano y Medio Oriente. El sentido de las proporciones se ha perdido en este mundo con la sucesión de encumbramientos pasmosos.
Isaac Herzog es el presidente de un Estado extranjero al que este diario saludó efusivamente en su nacimiento, en 1948, y al que apoyó en cuanta guerra debió dirimir con quienes negaban su derecho a la existencia. Hasta acompañó en su política editorial a Israel en la necesidad vital de extender su presencia estratégica sobre Cisjordania con asentamientos controvertidos en las Naciones Unidas.
Si el presidente Isaac Herzog encontrara en las columnas editoriales de The New York Times, o en los otros dos o tres diarios de referencia en los Estados Unidos, una doctrina del tenor que LA NACION trazó sobre aquella delicada cuestión, caería en la cuenta de que mi memoria se ha debilitado más de lo que imaginaba. Y la perplejidad estaría a la altura de la que provocó entre nosotros el presidente Herzog al recriminar, tanto como Milei, a uno de nuestros periodistas más relevantes y haberse abstenido de enjuiciar, hasta donde sabemos, el repitente saludo de Elon Musk, magnate y funcionario del gobierno de Donald Trump. Esa manito que levanta en 45 grados ha sido caracterizada por la prensa mundial como en demasía evocadora de la contraseña siniestra entre cofrades del régimen nazi abatido en 1945.
Creo, ministro, que no hemos llegado aún al final de la larga y tropezosa tarea de definir al partido que gobierna. Unas veces raya en lo liberal por el dogmatismo con que defiende importantes líneas doctrinarias. Otras veces trasunta algo de conservadurismo, carente por lo tanto de ideología, y práctico (por no decir oportunista), que está pendiente de las oscilaciones del momento. Otras más, se mueve como una ameba entre los populismos de nuevo cuño.
Eso se hizo notar cuando su cartera envió vagas señales a organizaciones de medicina prepaga, supermercadistas y fabricantes de automóviles de que se prepararan para las consecuencias de aumentar los precios de los productos por encima de lo admisible. ¿Quién determina lo que es admisible o no en materia de precios, ministro? Disculpe, pero la sombra funesta del secretario de Comercio que recibía a empresarios con un revólver sobre la mesa cruzó fugazmente por mi cabeza. Acepto que responde bastante mejor a la ortodoxia liberal el énfasis del fin de semana último de advertir que se abrirán las compuertas del país para estimular la práctica de la “sana competencia”.
Se va formando, ministro, en el ámbito específico de su actividad una atmósfera pública preocupante, con algo de intimidatoria, y no siempre por acción de funcionarios. “Le echaste arena en los ojos”, recriminó, días atrás, un petrolero a Marcos Pereda, vicepresidente de la Sociedad Rural Argentina, sobre los efectos que en la visión del ministro Federico Sturzenegger podría haber producido la opinión, sin duda acertada, de que no todo es rosa, y que el superávit fiscal está sustentado sobre un impuesto de emergencia, y discriminatorio, como el de las retenciones al campo.
Eso ocurrió en la conferencia de comercio y producción en que interactúan grandes organizaciones empresarias. Pereda tuvo que soportar por la sinceridad una impertinencia de igual índole a la que el periodismo ha sobrellevado por dicterios de un par de capitostes de empresas tecnológicas. Les importa un rábano que la libertad de crítica sea, como pregonaba Kant, una manifestación del uso público de la razón.
Ministro, somos todos imperfectos, y no me atrevo a presumir que lo resuelva nuestro espíritu crítico, pero admita lo acertado de ADEPA cuando dijo en su reciente declaración: “El periodismo no va a desaparecer mientras alguien quiera que le cuenten lo que otros no quieren que se sepa”. Esto de expresar libremente el pensamiento lo fundó como nadie Oliver Wendell Holms, un juez excepcional de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos.
Al decidir en 1919 su voto en el caso “Abrams vs. United States”, Holms fue directo al grano en cuanto a la condición humana. “Constantemente –dijo– tenemos que poner en juego nuestra salvación a partir de alguna profecía basada en conocimientos imperfectos. Mientras ese experimento sea parte de nuestro sistema, creo que deberíamos estar siempre alertas frente a intentos de controlar la expresión de opiniones que detestamos, e incluso que consideremos muy peligrosas, salvo que amenacen de manera tan eminente los legítimos y urgentes propósitos del derecho que se requiera un control inmediato”.
Está ínsito en la interpretación de lo dicho por Holms que no se podría defender la libertad de expresión en el ejemplo clásico de alguien que se propusiera gritar “¡Fuego!” en la oscuridad de la sala de un teatro. Su perspicacia inhibe de detallar las consecuencias inmediatas de lo que eso produciría entre el gentío.
El problema, ministro, es que el debate en desarrollo en el país es sobre cuestiones mucho más complejas. Piense en la crítica que Amcham, la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina, acaba de hacer sobre la frustración del proyecto de ficha limpia, destinado a poner un ladrillo más en la obra de higienizar la política. Como anotación de la gravedad de lo ocurrido, se pronunció hace horas el Foro de Convergencia Empresaria.
Su gobierno, ministro, ha quedado mal parado en este asunto. No creo que uno de esos empresarios habituados a sobar el lomo de los gobiernos de turno acuse a los dirigentes de Amcham de haberle tirado al Presidente “arena en los ojos”. Recuperaría la prudencia habitual entre quienes viven midiendo los costos de hablar, tan de otra etnia en relación con quienes juegan el pellejo y la honra en cada palabra que escriben o dicen.
No sé qué efectos habrá si el Presidente hace una desmentida más sobre su propio papel y esta vez la dirige a Carlos Rovira, caudillo de los senadores que inesperadamente desertaron de las filas de quienes procuraban prohibir que sean candidatos reos con dos condenas firmes. Rovira dejó bien en claro, entre correligionarios, que aquella deserción había sido por pedido de Milei. Fue una inculpación demoledora tras el escándalo de $LIBRA.
La investigación periodística de estos casos, señor ministro, pone en evidencia, como en el célebre asunto de los cuadernos, y de tantos otros más, que el periodismo de calidad no se acabará nunca, me complazco en decirle. Esa labor no es de la leña de quien grita “¡Fuego!” en un teatro, sino de quienes defienden el interés social en debates destinados a evitar desmadres institucionales que el país no se puede permitir.
El intercambio de ideas determinará al fin si alguna profecía periodística se fundaba en conocimientos imperfectos a los que refería Holms en su voto. No, ministro, el infierno se congelará antes de que el periodismo profesional desaparezca.
Convenga usted que asuntos como el de ficha limpia pueden llevarnos por su impacto al albor de una renovada exploración ciudadana sobre dónde anida la fuerza moderada, y razonablemente decente y eficaz, en situación de comenzar a definirse como una tercera instancia en la política argentina. Suena tentadora la hipótesis de si el terreno ideal para esa experiencia sería la ciudad de Buenos Aires, ¿no es cierto?
Se trataría de una experiencia alejada, por un lado, del kirchno-peronismo, a raíz de la amarga memoria de su ensayo socializante, ineficiente y corrupto. Y distante, donde fuere necesario, de un gobierno que ha entusiasmado por no pocas de sus iniciativas económicas, financieras y desregularizadoras, pero cuyo lenguaje violento, antesala posible de arrebatos aún peores, cabe prevenir. ¿Qué es eso, se pregunta el ciudadano ordinario, de componendas veladas por la oscuridad con lo peor de la política?
En su obra De la democracia en Hispanoamérica, de reciente aparición, Santiago Muñoz Machado, presidente de la Real Academia de la Lengua, destaca palabras memorables de Jefferson. Aquellas en que dijo que los debates y la libre circulación de las ideas terminan reponiendo la verdad en su lugar. No hace falta, en efecto, que ningún lunático recomiende al Presidente poner presos a periodistas por sus informaciones o críticas.
Jefferson hacía su propuesta en el contexto que devino de la Ilustración y se consumó en los ideales de la Constitución norteamericana de 1787, en la declaración francesa de 1789 sobre los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que consagró “la libre comunicación de los pensamientos”, y en la sanción de la primera enmienda norteamericana, de 1791, destinada a prohibir al Congreso dictar leyes de prensa. Después accedimos al gran compromiso constitucional argentino de 1853/60 de asegurar las libertades públicas, prohibir la censura previa e impedir “leyes de imprenta”. Las Naciones Unidas hicieron su parte con la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.
Aquel contexto de convicciones liberales y humanitarias, amenazadas durante el siglo XX por movimientos totalitarios rotundamente derrotados en 1945 y 1989/1991, sentó las bases de la democracia republicana que ahora vuelve a ser impugnada con otros argumentos. Un ardiente partidario de Trump, Peter Thiel, cofundador de PayPal, es uno de quienes han encarnado esa atrevida moda que creció en América y Europa. Thiel pregonó hace tiempo que la democracia es inherentemente incompatible con el capitalismo y debería ser desmantelada “en favor de la eficiencia, la estabilidad y el control jerárquico”. Es la idea adjudicada a Thiel, ¿pero no será también la idea de los liberales que aquí se encogen de hombros frente a la degradación del lenguaje, que es la manifestación esencial de una cultura, y frente a cualquier sucio arreglo con tal de que no peligre el sueño del déficit fiscal cero?
Estamos en pleno hartazgo todavía por décadas de demasías del progresismo y la izquierda desaforada. Han sido los necios que provocaron, en su insistencia por destruir valores, la contraofensiva que ha empinado a posiciones de poder a quienes vociferaron que estaban dispuestos a cambiar sin contemplaciones la perversa tilinguería de la cultura woke.
Martin Wolf, el eximio analista del Financial Times, ha resumido algunas de estas cosas, ciñéndolas en su observación al panorama norteamericano: “Biden puede ser viejo. Pero Trump está loco y, por desgracia, no por una locura graciosa, sino de peligro”. Lo que Wolf no explicó es si aplastar una contracultura que se había esperanzado en hasta dejarnos sin la lógica interna de nuestras lenguas solo podía ser hecho por enajenados desentendidos de nuevos peligros y de las consecuencias de una velocidad frenética en los trabajos por desarticular el mundo anterior.
En situaciones que en el fondo suscitan infinita tristeza sobre la configuración de algunas criaturas del género humano no debería sorprender que con estos cambios de vientos retorne un clamor, ya oído aquí en el pasado. Fue cuando la gente se indagaba cómo haber otorgado atribuciones de decidir en células cerradas sobre la vida o la muerte a militares de personalidad inestable, con emocionalidad precaria. ¿Habrá que preguntar ahora si en adelante los candidatos a gobernar debieran difundir la constancia fehaciente del estado de su salud mental? Es triste recordar esto, pero fue así.
Es penoso, ministro, el lamento presidencial de “que no se odia lo suficiente a los periodistas”. Aumenta sus decibeles día a día y fuerza las respuestas de indignación. Usted mismo, ministro, en el afán de mimetizarse con el Presidente, se ha subido al tablón más alto que encontró para el desdén agraviante, pero no ha hecho más que debilitar la opinión de que es uno de los hombres razonables de este gobierno. Por eso asumo la tarea de escribirle.
Me tiene en un sentido despreocupado, ministro, la profecía de que el periodismo tiende a desaparecer “por sus propios méritos”. Ejerzo este oficio desde unos diez años antes de que usted naciera y de esa cuerda personal asoman apenas hoy unos hilos desgastados de la vieja mecha. De manera que en lo personal ha llegado tarde con los vaticinios lúgubres.
Me preocupa más, ministro, el impacto de su veredicto irreflexivo sobre los estudiantes que cursan periodismo, en creciente aumento, como una rama de las comunicaciones. Me preocupa la ofensa que eso infiera a sus maestros en la mitad de las más de cien universidades públicas y privadas en que se imparte la disciplina. Se cuentan en la Argentina por miles los jóvenes, muchos de quienes entre ellos realizan esfuerzos épicos para estudiar y solventar, al mismo tiempo, el esfuerzo de concretar algún día la ilusión de informar y difundir conocimientos.
Ministro: comprendo el sentido de sus palabras si lo que usted propendió a decir por la lectura de alguna encuesta ha sido que no ve demasiadas chances de sobrevida al periodismo berreta, al periodismo que haya sido débil a las tentaciones innobles de quienes lo usan en su provecho, al que abre la boca para hacer un comentario sesudo y a renglón seguido recomienda las bondades de un jabón de baño para usar en entrepiernas. Descuente, sin embargo, que la mayoría de los periodistas cabales actúan de espaldas a las actividades que impropiamente asumen la identidad del profesionalismo riguroso en la información e interpretación de los hechos que suceden.
Su gobierno, ministro, ha contribuido al infausto crecimiento de un supuesto periodismo hecho con deslenguadas interjecciones de forma anónima por las redes o con el uso de nombres falsos. ¿Por qué esconderse? Todos nacemos con el humano derecho a expresar nuestro pensamiento, pero que el ejercicio de ese derecho suponga reconocer en cualquier individuo la condición de periodista es tan disparatado como asentir que quien disponga de un utensilio cortante se halle habilitado para entrar en el quirófano y carnear a un pobre diablo.
Creo nefasta la idea de que los periodistas deban matricularse. No procuren ustedes introducirla en un DNU de los que nos tienen acostumbrados. Podrían hacer una contribución en favor del buen periodismo con solo abrir las puertas de sus despachos a colegas dispuestos a incomodarlos con preguntas sustanciosas, y si son picantes, mejor. Sepan ponerse seriamente a prueba respecto del interés de una sociedad que necesita ser orientada en sus decisiones.
Observe, ministro, si el interlocutor se abstiene de repreguntar sobre lo que usted o el Presidente han dicho. El que no repregunta es porque teme meterse en honduras sobre lo que han hablado. Puede ser por ignorancia; puede ser porque haya adquirido el hábito de congraciarse con los protagonistas del poder: con los de ayer, con los de hoy, con los que vengan, tanto da. Esos, sí, son los casos perdidos del falso periodismo que deberíamos aborrecer.
Su tiempo vale oro, ministro, ¿pero no me acompaña en la felicidad de volver a escuchar las sabias, musicales palabras de El Ingenioso Caballero Don Quijote de la Mancha?: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados bienes que a los hombres dieron los cielos…”.
Ha llegado el momento de decirle que se pasó de la raya al proclamar que el periodismo va en camino de la desaparición; en el afán de mimetizarse con el Presidente, no ha hecho más que debilitar la opinión de que es uno de los hombres razonables de este gobierno LA NACION