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Tres números que explican el caos del mundo

Un presidente que, libremente, impone aranceles a sus mayores socios estratégicos y a la empresa más icónica de su país. Un joven lleno de odio que asesina a dos jóvenes empleados de una embajada en supuesta defensa de un pueblo. Un primer ministro que ignora los llamados de aliados y rivales para dejar entrar ayuda humanitaria en un territorio vecino diezmado por la guerra, el terror y el hambre.

Apenas tres o cuatro días de la semana alcanzan para graficar la volatilidad y la incertidumbre de un planeta en el que nada es cierto ya: ni las reglas comerciales que lo hicieron crecer tanto durante tantas décadas ni los vínculos que permitieron que el mundo lograra poner fin a sus guerras y asegurar la paz. Son tantas las alteraciones que hoy tienen el vilo al mundo que las respuestas más evidentes no alcanzan. Algunas cifras menos obvias, sin embargo, ayudan a explicar un caos sin fecha de vencimiento a la vista.

Siete

El siglo XXI comenzó con un planeta relativamente en calma, sin crisis de ramificaciones globales, con un Estados Unidos de hegemonía indiscutible, con una economía china que se asomaba al mundo, con un proceso de democratización que se afianzaba en América Latina, Asia y la ex Europa del este y con una incipiente globalización que prometía bonanza planetaria a través del comercio.

Un cuarto de siglo después, dos tendencias definen al mundo: la autocratización y la multiplicación y aceleración de conflictos, desde invasiones y masacres terroristas hasta guerras aéreas, luchas étnicas y batallas entre organizaciones del crimen organizado.

Hoy, por primera vez en 20 años, hay más autocracias que democracias, 91 a 88, según el informe 2024 de Variedades de Democracias, que año a año analiza la salud institucional de todos los países.

Residentes de un edificio residencial de varias plantas retiran los escombros de sus viviendas dañadas tras el ataque con drones rusos en Kiev el 24 de mayo de 2025, durante la invasión rusa de Ucrania.

La violencia también crece y el nivel de conflictividad global se duplicó en apenas cinco años. De 104.000 incidentes de violencia inter o intrafronteriza en 2020, el mundo pasó a casi 200.000 en 2025, de acuerdo con Acled, una organización internacional dedicada a recoger datos sobre guerras y otros tipos de violencia política, étnica o religiosa.

¿Recorren ambos fenómenos caminos paralelos? La respuesta es simple y directa, pero está avalada por décadas de investigación académica, por cifras y por realidades que van más allá de cualquier relato o fake news. No, autocracias y conflictos están entrelazados y la primera alimenta a los otros.

Los cuatro conflictos que hoy desvelan al mundo, sea por el impacto geopolítico, económico, social o humanitario más allá de sus fronteras, fueron comenzados por gobiernos o grupos autoritarios: la invasión rusa a Ucrania, la guerra en Sudán, la masacre de Hamas en Israel y la matanza en Cachemira que desembocó en el peor enfrentamiento entre India y Pakistán en décadas.

El informe de Acled desnuda esa interacción con números. De los 50 peores conflictos, solo siete tiene como protagonistas a naciones libres; el resto se reparte entre países semilibres y no libres. Venezuela tal vez sirva para ensayar una explicación.

Aislado, deslegitimado y sustentado en la represión, el régimen de Nicolás Maduro decidió que los venezolanos deben elegir, en los comicios regionales de este domingo, un gobernador y legisladores del Esequibo. Esa región, nueva meca de la explotación petrolera en América Latina, está dentro de Guyana, no de Venezuela. Pero, como todo dictador en aprietos, Maduro apela a las gestas nacionalistas para lograr algo de apoyo interno.

Nicolás Maduro muestra un folleto sobre el territorio del Esequibo

La provocación chavista es electoral, pero fue militar hasta que Estados Unidos le advirtió a Maduro que estaba dispuesto a salir en socorro de Guyana.

Otra cifra le sirve de alerta al régimen en esa casa. En una investigación de casi 200 años de guerras, dos investigadores norteamericanos (Dan Reiter y Allan Stan) descubrieron que las democracias son más eficientes que las autocracias en las guerras. El 76% de los conflictos bélicos tuvo, en ese período, un ganador democrático.

0,040

Los conflictos que tanto alteran hoy al mundo develan más que el impacto de las autocracias en la alteración global. También iluminan contrastes propios de este capítulo de la historia tan condicionado por la pandemia y su larga y profunda huella. Haití, Yemén y Myanmar están entre los países más carenciados y conflictivos del mundo: sus guerras internas potencian la pobreza y exportan violencia a sus vecinos. Los tres, además, están ubicados a pocos kilómetros de Estados Unidos, Emiratos Árabes Unidos y Singapur, naciones de altísimos PBI per cápita que lograron navegar las disrupciones de la pandemia y hoy tienen economías mucho mayores de lo que eran antes del coronavirus.

Ese no fue el caso ni de Haití, Yemen o Myanmar ni de muchos otros países, todo lo contrario. Después de la pandemia, por primera vez en el siglo, la diferencia en el desarrollo de las naciones más sólidas y las más frágiles creció, según muestra Índice de Desarrollo Humano de la ONU publicado hace algunas semanas.

Un joven carga a un niño sobre su espalda en una escuela que actualmente sirve como albergue para quienes huyen de la violencia de las pandillas, el lunes 14 de abril de 2025, en Puerto Príncipe, Haití.

“Hasta hace apenas unos años, nos encaminábamos a vivir en un mundo con un muy alto índice de desarrollo humano para 2030. Ese mundo se demoró por algunos años basado en las tendencias de entre 2021 y 2024. Hoy ese mundo se ve demorado por décadas”, dice el informe.

Ese retroceso está manifestado en los 0,040 puntos que separan el alto índice (0,805/1) anticipado para 2030 antes de la pandemia y el proyectado ahora para ese año (0,765/1). Son apenas décimas, parecen indetectables o insignificantes. Pero en ese pequeño número se esconde el impacto destructivo en el mundo de la pandemia y de las crisis que le siguieron: la guerra en Ucrania, el boom de inflación global, la incertidumbre por un Medio Oriente al borde del estallido.

Por primera vez en el siglo, la desigualdad entre países crece y, a su vez, alimenta otros fenómenos con capacidad de alterar dinámicas locales y globales al punto de transformar la política de esta década, uno en especial: las migraciones.

3300 millones

La pobreza, las autocracias, la violencia expulsan a millones y los conducen a buscar destinos donde el bienestar, al menos, sea una posibilidad. Pero allí los esperan naciones atravesadas, a su vez, por dos fenómenos.

Estados Unidos y los países de la Unión Europea son los mayores imanes de migraciones y también escenarios de movimientos anti inmigración que no paran de crecer. El nativismo, la política identitaria, las fronteras cerradas son expresiones de ese movimiento transfronterizo.

Migrantes, en su mayoría de países asiáticos, esperan el transporte a los hoteles después de llegar a Ciudad de Panamá el 8 de marzo de 2025, después de pasar semanas en un campamento temporal de inmigración panameña tras su deportación de EEUU y ser liberados con la condición de que abandonen el país dentro de los 30 días.

De la misma forma que las migraciones condicionan cada vez más la política local y las elecciones de las potencias y acentúa sus polarizaciones. De la misma manera, el otro fenómeno amenaza las capacidades de los Estados de responder a las crecientes exigencias y enojos de sus ciudadanos y, en definitiva, a la gobernabilidad: la deuda.

Para un gobierno, endeudarse es una vía para potenciar el crecimiento. Pero hoy las deudas de los países son un peso más que un arma de desarrollo; lo son para todos, no solo para los más frágiles.

La política económica de Estados Unidos, Italia, Francia o España está tan determinada por el peso de la deuda –en todos los casos más grande que sus respectivos PBIs- como la de Pakistán, Ecuador o El Salvador.

Otro legado de la pandemia, la deuda global creció entre 2019 y 2024, casi un 33%, de acuerdo con el informe 2025 de la agencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (Unctad, por sus siglas en inglés). En los países más ricos, esa deuda pone en riesgo los sistemas de seguridad social. En las naciones más, pobres amenaza a los servicios que aseguran la supervivencia.

Así, en ese combo de deuda que desconoce la diferencia entre países, unas 3300 millones de personas viven en naciones que gastan más en intereses de sus deudas que en educación o salud, según la Unctad. Austeridad, ajuste, recortes, motosierra, no importa el nombre, la mayoría de los gobiernos se ven hoy obligados a programas que irrita a sus ciudadanos y hunde a la política en un ciclo vicioso de descontento y poca gobernabilidad. Un desorden que engendra más desorden.

Un presidente que, libremente, impone aranceles a sus mayores socios estratégicos y a la empresa más icónica de su país. Un joven lleno de odio que asesina a dos jóvenes empleados de una embajada en supuesta defensa de un pueblo. Un primer ministro que ignora los llamados de aliados y rivales para dejar entrar ayuda humanitaria en un territorio vecino diezmado por la guerra, el terror y el hambre.

Apenas tres o cuatro días de la semana alcanzan para graficar la volatilidad y la incertidumbre de un planeta en el que nada es cierto ya: ni las reglas comerciales que lo hicieron crecer tanto durante tantas décadas ni los vínculos que permitieron que el mundo lograra poner fin a sus guerras y asegurar la paz. Son tantas las alteraciones que hoy tienen el vilo al mundo que las respuestas más evidentes no alcanzan. Algunas cifras menos obvias, sin embargo, ayudan a explicar un caos sin fecha de vencimiento a la vista.

Siete

El siglo XXI comenzó con un planeta relativamente en calma, sin crisis de ramificaciones globales, con un Estados Unidos de hegemonía indiscutible, con una economía china que se asomaba al mundo, con un proceso de democratización que se afianzaba en América Latina, Asia y la ex Europa del este y con una incipiente globalización que prometía bonanza planetaria a través del comercio.

Un cuarto de siglo después, dos tendencias definen al mundo: la autocratización y la multiplicación y aceleración de conflictos, desde invasiones y masacres terroristas hasta guerras aéreas, luchas étnicas y batallas entre organizaciones del crimen organizado.

Hoy, por primera vez en 20 años, hay más autocracias que democracias, 91 a 88, según el informe 2024 de Variedades de Democracias, que año a año analiza la salud institucional de todos los países.

Residentes de un edificio residencial de varias plantas retiran los escombros de sus viviendas dañadas tras el ataque con drones rusos en Kiev el 24 de mayo de 2025, durante la invasión rusa de Ucrania.

La violencia también crece y el nivel de conflictividad global se duplicó en apenas cinco años. De 104.000 incidentes de violencia inter o intrafronteriza en 2020, el mundo pasó a casi 200.000 en 2025, de acuerdo con Acled, una organización internacional dedicada a recoger datos sobre guerras y otros tipos de violencia política, étnica o religiosa.

¿Recorren ambos fenómenos caminos paralelos? La respuesta es simple y directa, pero está avalada por décadas de investigación académica, por cifras y por realidades que van más allá de cualquier relato o fake news. No, autocracias y conflictos están entrelazados y la primera alimenta a los otros.

Los cuatro conflictos que hoy desvelan al mundo, sea por el impacto geopolítico, económico, social o humanitario más allá de sus fronteras, fueron comenzados por gobiernos o grupos autoritarios: la invasión rusa a Ucrania, la guerra en Sudán, la masacre de Hamas en Israel y la matanza en Cachemira que desembocó en el peor enfrentamiento entre India y Pakistán en décadas.

El informe de Acled desnuda esa interacción con números. De los 50 peores conflictos, solo siete tiene como protagonistas a naciones libres; el resto se reparte entre países semilibres y no libres. Venezuela tal vez sirva para ensayar una explicación.

Aislado, deslegitimado y sustentado en la represión, el régimen de Nicolás Maduro decidió que los venezolanos deben elegir, en los comicios regionales de este domingo, un gobernador y legisladores del Esequibo. Esa región, nueva meca de la explotación petrolera en América Latina, está dentro de Guyana, no de Venezuela. Pero, como todo dictador en aprietos, Maduro apela a las gestas nacionalistas para lograr algo de apoyo interno.

Nicolás Maduro muestra un folleto sobre el territorio del Esequibo

La provocación chavista es electoral, pero fue militar hasta que Estados Unidos le advirtió a Maduro que estaba dispuesto a salir en socorro de Guyana.

Otra cifra le sirve de alerta al régimen en esa casa. En una investigación de casi 200 años de guerras, dos investigadores norteamericanos (Dan Reiter y Allan Stan) descubrieron que las democracias son más eficientes que las autocracias en las guerras. El 76% de los conflictos bélicos tuvo, en ese período, un ganador democrático.

0,040

Los conflictos que tanto alteran hoy al mundo develan más que el impacto de las autocracias en la alteración global. También iluminan contrastes propios de este capítulo de la historia tan condicionado por la pandemia y su larga y profunda huella. Haití, Yemén y Myanmar están entre los países más carenciados y conflictivos del mundo: sus guerras internas potencian la pobreza y exportan violencia a sus vecinos. Los tres, además, están ubicados a pocos kilómetros de Estados Unidos, Emiratos Árabes Unidos y Singapur, naciones de altísimos PBI per cápita que lograron navegar las disrupciones de la pandemia y hoy tienen economías mucho mayores de lo que eran antes del coronavirus.

Ese no fue el caso ni de Haití, Yemen o Myanmar ni de muchos otros países, todo lo contrario. Después de la pandemia, por primera vez en el siglo, la diferencia en el desarrollo de las naciones más sólidas y las más frágiles creció, según muestra Índice de Desarrollo Humano de la ONU publicado hace algunas semanas.

Un joven carga a un niño sobre su espalda en una escuela que actualmente sirve como albergue para quienes huyen de la violencia de las pandillas, el lunes 14 de abril de 2025, en Puerto Príncipe, Haití.

“Hasta hace apenas unos años, nos encaminábamos a vivir en un mundo con un muy alto índice de desarrollo humano para 2030. Ese mundo se demoró por algunos años basado en las tendencias de entre 2021 y 2024. Hoy ese mundo se ve demorado por décadas”, dice el informe.

Ese retroceso está manifestado en los 0,040 puntos que separan el alto índice (0,805/1) anticipado para 2030 antes de la pandemia y el proyectado ahora para ese año (0,765/1). Son apenas décimas, parecen indetectables o insignificantes. Pero en ese pequeño número se esconde el impacto destructivo en el mundo de la pandemia y de las crisis que le siguieron: la guerra en Ucrania, el boom de inflación global, la incertidumbre por un Medio Oriente al borde del estallido.

Por primera vez en el siglo, la desigualdad entre países crece y, a su vez, alimenta otros fenómenos con capacidad de alterar dinámicas locales y globales al punto de transformar la política de esta década, uno en especial: las migraciones.

3300 millones

La pobreza, las autocracias, la violencia expulsan a millones y los conducen a buscar destinos donde el bienestar, al menos, sea una posibilidad. Pero allí los esperan naciones atravesadas, a su vez, por dos fenómenos.

Estados Unidos y los países de la Unión Europea son los mayores imanes de migraciones y también escenarios de movimientos anti inmigración que no paran de crecer. El nativismo, la política identitaria, las fronteras cerradas son expresiones de ese movimiento transfronterizo.

Migrantes, en su mayoría de países asiáticos, esperan el transporte a los hoteles después de llegar a Ciudad de Panamá el 8 de marzo de 2025, después de pasar semanas en un campamento temporal de inmigración panameña tras su deportación de EEUU y ser liberados con la condición de que abandonen el país dentro de los 30 días.

De la misma forma que las migraciones condicionan cada vez más la política local y las elecciones de las potencias y acentúa sus polarizaciones. De la misma manera, el otro fenómeno amenaza las capacidades de los Estados de responder a las crecientes exigencias y enojos de sus ciudadanos y, en definitiva, a la gobernabilidad: la deuda.

Para un gobierno, endeudarse es una vía para potenciar el crecimiento. Pero hoy las deudas de los países son un peso más que un arma de desarrollo; lo son para todos, no solo para los más frágiles.

La política económica de Estados Unidos, Italia, Francia o España está tan determinada por el peso de la deuda –en todos los casos más grande que sus respectivos PBIs- como la de Pakistán, Ecuador o El Salvador.

Otro legado de la pandemia, la deuda global creció entre 2019 y 2024, casi un 33%, de acuerdo con el informe 2025 de la agencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (Unctad, por sus siglas en inglés). En los países más ricos, esa deuda pone en riesgo los sistemas de seguridad social. En las naciones más, pobres amenaza a los servicios que aseguran la supervivencia.

Así, en ese combo de deuda que desconoce la diferencia entre países, unas 3300 millones de personas viven en naciones que gastan más en intereses de sus deudas que en educación o salud, según la Unctad. Austeridad, ajuste, recortes, motosierra, no importa el nombre, la mayoría de los gobiernos se ven hoy obligados a programas que irrita a sus ciudadanos y hunde a la política en un ciclo vicioso de descontento y poca gobernabilidad. Un desorden que engendra más desorden.

 Un presidente que, libremente, impone aranceles a sus mayores socios estratégicos y a la empresa más icónica de su país. Un joven lleno de odio que asesina a dos jóvenes empleados de una embajada en supuesta defensa de un pueblo. Un primer ministro que ignora los llamados de aliados y rivales para dejar entrar ayuda humanitaria en un territorio vecino diezmado por la guerra, el terror y el hambre.Apenas tres o cuatro días de la semana alcanzan para graficar la volatilidad y la incertidumbre de un planeta en el que nada es cierto ya: ni las reglas comerciales que lo hicieron crecer tanto durante tantas décadas ni los vínculos que permitieron que el mundo lograra poner fin a sus guerras y asegurar la paz. Son tantas las alteraciones que hoy tienen el vilo al mundo que las respuestas más evidentes no alcanzan. Algunas cifras menos obvias, sin embargo, ayudan a explicar un caos sin fecha de vencimiento a la vista. SieteEl siglo XXI comenzó con un planeta relativamente en calma, sin crisis de ramificaciones globales, con un Estados Unidos de hegemonía indiscutible, con una economía china que se asomaba al mundo, con un proceso de democratización que se afianzaba en América Latina, Asia y la ex Europa del este y con una incipiente globalización que prometía bonanza planetaria a través del comercio.Un cuarto de siglo después, dos tendencias definen al mundo: la autocratización y la multiplicación y aceleración de conflictos, desde invasiones y masacres terroristas hasta guerras aéreas, luchas étnicas y batallas entre organizaciones del crimen organizado.Hoy, por primera vez en 20 años, hay más autocracias que democracias, 91 a 88, según el informe 2024 de Variedades de Democracias, que año a año analiza la salud institucional de todos los países.La violencia también crece y el nivel de conflictividad global se duplicó en apenas cinco años. De 104.000 incidentes de violencia inter o intrafronteriza en 2020, el mundo pasó a casi 200.000 en 2025, de acuerdo con Acled, una organización internacional dedicada a recoger datos sobre guerras y otros tipos de violencia política, étnica o religiosa. ¿Recorren ambos fenómenos caminos paralelos? La respuesta es simple y directa, pero está avalada por décadas de investigación académica, por cifras y por realidades que van más allá de cualquier relato o fake news. No, autocracias y conflictos están entrelazados y la primera alimenta a los otros.Los cuatro conflictos que hoy desvelan al mundo, sea por el impacto geopolítico, económico, social o humanitario más allá de sus fronteras, fueron comenzados por gobiernos o grupos autoritarios: la invasión rusa a Ucrania, la guerra en Sudán, la masacre de Hamas en Israel y la matanza en Cachemira que desembocó en el peor enfrentamiento entre India y Pakistán en décadas.El informe de Acled desnuda esa interacción con números. De los 50 peores conflictos, solo siete tiene como protagonistas a naciones libres; el resto se reparte entre países semilibres y no libres. Venezuela tal vez sirva para ensayar una explicación.Aislado, deslegitimado y sustentado en la represión, el régimen de Nicolás Maduro decidió que los venezolanos deben elegir, en los comicios regionales de este domingo, un gobernador y legisladores del Esequibo. Esa región, nueva meca de la explotación petrolera en América Latina, está dentro de Guyana, no de Venezuela. Pero, como todo dictador en aprietos, Maduro apela a las gestas nacionalistas para lograr algo de apoyo interno.La provocación chavista es electoral, pero fue militar hasta que Estados Unidos le advirtió a Maduro que estaba dispuesto a salir en socorro de Guyana.Otra cifra le sirve de alerta al régimen en esa casa. En una investigación de casi 200 años de guerras, dos investigadores norteamericanos (Dan Reiter y Allan Stan) descubrieron que las democracias son más eficientes que las autocracias en las guerras. El 76% de los conflictos bélicos tuvo, en ese período, un ganador democrático.0,040Los conflictos que tanto alteran hoy al mundo develan más que el impacto de las autocracias en la alteración global. También iluminan contrastes propios de este capítulo de la historia tan condicionado por la pandemia y su larga y profunda huella. Haití, Yemén y Myanmar están entre los países más carenciados y conflictivos del mundo: sus guerras internas potencian la pobreza y exportan violencia a sus vecinos. Los tres, además, están ubicados a pocos kilómetros de Estados Unidos, Emiratos Árabes Unidos y Singapur, naciones de altísimos PBI per cápita que lograron navegar las disrupciones de la pandemia y hoy tienen economías mucho mayores de lo que eran antes del coronavirus.Ese no fue el caso ni de Haití, Yemen o Myanmar ni de muchos otros países, todo lo contrario. Después de la pandemia, por primera vez en el siglo, la diferencia en el desarrollo de las naciones más sólidas y las más frágiles creció, según muestra Índice de Desarrollo Humano de la ONU publicado hace algunas semanas.“Hasta hace apenas unos años, nos encaminábamos a vivir en un mundo con un muy alto índice de desarrollo humano para 2030. Ese mundo se demoró por algunos años basado en las tendencias de entre 2021 y 2024. Hoy ese mundo se ve demorado por décadas”, dice el informe.Ese retroceso está manifestado en los 0,040 puntos que separan el alto índice (0,805/1) anticipado para 2030 antes de la pandemia y el proyectado ahora para ese año (0,765/1). Son apenas décimas, parecen indetectables o insignificantes. Pero en ese pequeño número se esconde el impacto destructivo en el mundo de la pandemia y de las crisis que le siguieron: la guerra en Ucrania, el boom de inflación global, la incertidumbre por un Medio Oriente al borde del estallido.Por primera vez en el siglo, la desigualdad entre países crece y, a su vez, alimenta otros fenómenos con capacidad de alterar dinámicas locales y globales al punto de transformar la política de esta década, uno en especial: las migraciones. 3300 millonesLa pobreza, las autocracias, la violencia expulsan a millones y los conducen a buscar destinos donde el bienestar, al menos, sea una posibilidad. Pero allí los esperan naciones atravesadas, a su vez, por dos fenómenos.Estados Unidos y los países de la Unión Europea son los mayores imanes de migraciones y también escenarios de movimientos anti inmigración que no paran de crecer. El nativismo, la política identitaria, las fronteras cerradas son expresiones de ese movimiento transfronterizo.De la misma forma que las migraciones condicionan cada vez más la política local y las elecciones de las potencias y acentúa sus polarizaciones. De la misma manera, el otro fenómeno amenaza las capacidades de los Estados de responder a las crecientes exigencias y enojos de sus ciudadanos y, en definitiva, a la gobernabilidad: la deuda.Para un gobierno, endeudarse es una vía para potenciar el crecimiento. Pero hoy las deudas de los países son un peso más que un arma de desarrollo; lo son para todos, no solo para los más frágiles.La política económica de Estados Unidos, Italia, Francia o España está tan determinada por el peso de la deuda –en todos los casos más grande que sus respectivos PBIs- como la de Pakistán, Ecuador o El Salvador.Otro legado de la pandemia, la deuda global creció entre 2019 y 2024, casi un 33%, de acuerdo con el informe 2025 de la agencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (Unctad, por sus siglas en inglés). En los países más ricos, esa deuda pone en riesgo los sistemas de seguridad social. En las naciones más, pobres amenaza a los servicios que aseguran la supervivencia.Así, en ese combo de deuda que desconoce la diferencia entre países, unas 3300 millones de personas viven en naciones que gastan más en intereses de sus deudas que en educación o salud, según la Unctad. Austeridad, ajuste, recortes, motosierra, no importa el nombre, la mayoría de los gobiernos se ven hoy obligados a programas que irrita a sus ciudadanos y hunde a la política en un ciclo vicioso de descontento y poca gobernabilidad. Un desorden que engendra más desorden.  LA NACION

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