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La terapia que ayuda a liberar traumas a través del cuerpo

El cuerpo no miente. Y soy testigo de ello. Comencé hace un tiempo, con cierto escepticismo, un taller de bioenergética, una técnica psicocorporal diseñada para trabajar en grupo o de modo individual, en procesos terapéuticos integrando el cuerpo y la palabra.

Para mi sorpresa, este espacio resultó una oportunidad para seguir sanando traumas y heridas del pasado y avanzar en el camino del despertar de mi conciencia. Desde mis 17 años, he sido carne de cañón para todo tipo de terapias: psicoanálisis; conductista conductual, técnicas de EMDR y tratamiento para el trastorno de conductas alimentarias. Cada camino singular y único me ha nutrido y me nutre de manera diferente y poderosa.

¿Qué significa que una persona siempre camine mirando al piso, según la psicología?

Un tiempo atrás llamó a las puertas de mi alma la bioenergética. “¿Otra terapia más? ¿No has tenido suficiente?” fue la primera reacción de mi mente descreída que me boicotea con impaciencia. “Y no”, respondió mi corazón que sabe más y que, al decir de Pascal tiene razones que la razón ignora.

Esta terapia fue el caso. Más intuición que razón. Así que ahí estoy, dos horas cada mediodía de los miércoles, conectada con mi grupo y nuestro guía moviendo mi cuerpo y respirando a conciencia. La bioenergética, entendí, pone especial énfasis en el organismo como vía de acceso a lo más auténtico nuestro.

La invitación es a abrir y despertar músculos, tendones, huesos y articulaciones, con los pies descalzos bien enraizados en el piso y abiertos en el ancho de las caderas, las rodillas levemente flexionadas y la cabeza floja. Nuestro guía nos invita a realizar determinados movimientos de pie o acostados con el propósito de estirar y liberar tensiones crónicas que hablan de viejas e intensas emociones (como la tristeza, la ira o el miedo) que hemos reprimido y enterrado de niños. Y que, al movernos, emergen a la superficie.

“La supresión de sentimientos es un proceso adormecedor que reduce la pulsación interna del cuerpo, su vitalidad y estado de excitación”, asegura en su libro El Gozo, Alexander Lowen, médico norteamericano creador de esta terapia. Muy temprano en la vida, explica, la cultura nos enseña que ciertos sentimientos son “malos” y atemorizantes, en tanto que otros “buenos”. Lo que es correcto y lo incorrecto.

 En nuestra infancia, manifestar bronca, morder, gritar o llorar a borbotones no nos fue habilitado. Estos impulsos bloqueados y perdidos se manifiestan luego en la vida adulta, como tensiones musculares instaladas de las cuales, en general, no somos conscientes. De tanto que las hemos naturalizado (contractura en la mandíbula, cuello duro, piernas rígidas).

Cada postura de la sesión es una invitación para que la energía vital con la cual nacimos (nuestro verdadero self), vuelva a circular restaurándonos y facilitando nuestra plena expresión. Está permitido e incentivado expresar sonidos, algo que por ahora me resulta embarazoso y artificial. “El cuerpo naturalmente suena. Nacimos así, solo que al crecer fuimos perdiendo esta capacidad. El sonido es una onda vibratoria que hace vibrar todo el cuerpo; atraviesa fluidos, tejidos y fibras musculares”, explica nuestro terapeuta. Si esa vibración sonora que emitimos está en línea con lo que el alma siente en ese instante, las emociones empiezan a drenar. Lo comprendo pero aún no lo experimento.

Cada postura de la sesión es una invitación para que la energía vital con la cual nacimos

La finalidad de esta terapia es sin dudas recuperar la alegría corporal (que no es poca cosa), un bienestar profundo y, en última instancia, el gozo de vivir. La saludable sensación que tengo, a medida que avanzo, es la de ir pelando las múltiples capas de una cebolla. Van cayendo una a una esas delgadas láminas de mi personalidad rígida, esa máscara que me fabriqué para sobrevivir, que está repleta de exigencias, de la necesidad de alcanzar resultados, de tener y hacer. Y va quedando sutilmente al descubierto mi corazón más auténtico, más ingenuo, juguetón, no tan identificado con lo que tengo y hago. Una versión más libre de mí.

¿Cuándo conviene lavarse los dientes? Qué dicen los especialistas y por qué el orden importa

Durante los 90 minutos de trabajo, constato cómo mis piernas empiezan a “temblar” solas, y cómo esas vibraciones involuntarias me despiertan completamente. Siento un placentero calor circulando por mis venas. También registro que preciso respirar hondo y enviar más caudal de aire a mis caderas o el pecho para que se abra lo que siento apretado. Esteban Padilla, nuestro psicólogo-terapeuta explica que, cuando de pequeños experimentamos situaciones de amenaza y miedo, contrajimos el psoas y el ilíaco (en la pelvis) o el diafragma en la boca del estómago. Al intentar estirar estos músculos y oxigenarlos algo va cediendo. A veces me brota un llanto desconocido o la imperiosa necesidad de dar patadas para liberar enojos sepultados. En el momento no soy muy consciente de lo que está ocurriendo y me dejo llevar. Esto ya es liberador. Con los días, me siento más relajada y liviana, como si el glaciar se estuviera derritiendo. Este proceso, que es lento y requiere de paciencia y constancia, me está ayudando también a escuchar las señales que me envía el cuerpo.

Me encanta sentir mis pies sobre el pasto húmedo, aflojar mis piernas y mi nuca y constatar que puedo seguir sanando si habilito la expresión sin filtro. El cuerpo sabe más. Solo tengo que abrirle las compuertas. Moverme más, bailar más, sonar más, abrazar, llorar, reír, gritar (sola), para recuperar esa energía vital que sigue intacta en las profundidades de mi ser y que, como todo fresco manantial, busca a toda costa su salida. Estoy convencida de que por ahí comienza la fiesta.

El cuerpo no miente. Y soy testigo de ello. Comencé hace un tiempo, con cierto escepticismo, un taller de bioenergética, una técnica psicocorporal diseñada para trabajar en grupo o de modo individual, en procesos terapéuticos integrando el cuerpo y la palabra.

Para mi sorpresa, este espacio resultó una oportunidad para seguir sanando traumas y heridas del pasado y avanzar en el camino del despertar de mi conciencia. Desde mis 17 años, he sido carne de cañón para todo tipo de terapias: psicoanálisis; conductista conductual, técnicas de EMDR y tratamiento para el trastorno de conductas alimentarias. Cada camino singular y único me ha nutrido y me nutre de manera diferente y poderosa.

¿Qué significa que una persona siempre camine mirando al piso, según la psicología?

Un tiempo atrás llamó a las puertas de mi alma la bioenergética. “¿Otra terapia más? ¿No has tenido suficiente?” fue la primera reacción de mi mente descreída que me boicotea con impaciencia. “Y no”, respondió mi corazón que sabe más y que, al decir de Pascal tiene razones que la razón ignora.

Esta terapia fue el caso. Más intuición que razón. Así que ahí estoy, dos horas cada mediodía de los miércoles, conectada con mi grupo y nuestro guía moviendo mi cuerpo y respirando a conciencia. La bioenergética, entendí, pone especial énfasis en el organismo como vía de acceso a lo más auténtico nuestro.

La invitación es a abrir y despertar músculos, tendones, huesos y articulaciones, con los pies descalzos bien enraizados en el piso y abiertos en el ancho de las caderas, las rodillas levemente flexionadas y la cabeza floja. Nuestro guía nos invita a realizar determinados movimientos de pie o acostados con el propósito de estirar y liberar tensiones crónicas que hablan de viejas e intensas emociones (como la tristeza, la ira o el miedo) que hemos reprimido y enterrado de niños. Y que, al movernos, emergen a la superficie.

“La supresión de sentimientos es un proceso adormecedor que reduce la pulsación interna del cuerpo, su vitalidad y estado de excitación”, asegura en su libro El Gozo, Alexander Lowen, médico norteamericano creador de esta terapia. Muy temprano en la vida, explica, la cultura nos enseña que ciertos sentimientos son “malos” y atemorizantes, en tanto que otros “buenos”. Lo que es correcto y lo incorrecto.

 En nuestra infancia, manifestar bronca, morder, gritar o llorar a borbotones no nos fue habilitado. Estos impulsos bloqueados y perdidos se manifiestan luego en la vida adulta, como tensiones musculares instaladas de las cuales, en general, no somos conscientes. De tanto que las hemos naturalizado (contractura en la mandíbula, cuello duro, piernas rígidas).

Cada postura de la sesión es una invitación para que la energía vital con la cual nacimos (nuestro verdadero self), vuelva a circular restaurándonos y facilitando nuestra plena expresión. Está permitido e incentivado expresar sonidos, algo que por ahora me resulta embarazoso y artificial. “El cuerpo naturalmente suena. Nacimos así, solo que al crecer fuimos perdiendo esta capacidad. El sonido es una onda vibratoria que hace vibrar todo el cuerpo; atraviesa fluidos, tejidos y fibras musculares”, explica nuestro terapeuta. Si esa vibración sonora que emitimos está en línea con lo que el alma siente en ese instante, las emociones empiezan a drenar. Lo comprendo pero aún no lo experimento.

Cada postura de la sesión es una invitación para que la energía vital con la cual nacimos

La finalidad de esta terapia es sin dudas recuperar la alegría corporal (que no es poca cosa), un bienestar profundo y, en última instancia, el gozo de vivir. La saludable sensación que tengo, a medida que avanzo, es la de ir pelando las múltiples capas de una cebolla. Van cayendo una a una esas delgadas láminas de mi personalidad rígida, esa máscara que me fabriqué para sobrevivir, que está repleta de exigencias, de la necesidad de alcanzar resultados, de tener y hacer. Y va quedando sutilmente al descubierto mi corazón más auténtico, más ingenuo, juguetón, no tan identificado con lo que tengo y hago. Una versión más libre de mí.

¿Cuándo conviene lavarse los dientes? Qué dicen los especialistas y por qué el orden importa

Durante los 90 minutos de trabajo, constato cómo mis piernas empiezan a “temblar” solas, y cómo esas vibraciones involuntarias me despiertan completamente. Siento un placentero calor circulando por mis venas. También registro que preciso respirar hondo y enviar más caudal de aire a mis caderas o el pecho para que se abra lo que siento apretado. Esteban Padilla, nuestro psicólogo-terapeuta explica que, cuando de pequeños experimentamos situaciones de amenaza y miedo, contrajimos el psoas y el ilíaco (en la pelvis) o el diafragma en la boca del estómago. Al intentar estirar estos músculos y oxigenarlos algo va cediendo. A veces me brota un llanto desconocido o la imperiosa necesidad de dar patadas para liberar enojos sepultados. En el momento no soy muy consciente de lo que está ocurriendo y me dejo llevar. Esto ya es liberador. Con los días, me siento más relajada y liviana, como si el glaciar se estuviera derritiendo. Este proceso, que es lento y requiere de paciencia y constancia, me está ayudando también a escuchar las señales que me envía el cuerpo.

Me encanta sentir mis pies sobre el pasto húmedo, aflojar mis piernas y mi nuca y constatar que puedo seguir sanando si habilito la expresión sin filtro. El cuerpo sabe más. Solo tengo que abrirle las compuertas. Moverme más, bailar más, sonar más, abrazar, llorar, reír, gritar (sola), para recuperar esa energía vital que sigue intacta en las profundidades de mi ser y que, como todo fresco manantial, busca a toda costa su salida. Estoy convencida de que por ahí comienza la fiesta.

 Durante las sesiones se busca que la energía vital vuelva a circular, facilitando la plena expresión  LA NACION

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