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Evitemos el error de las pobres ballenas

A veces perdemos la orientación y, convencidos de que avanzamos hacia el norte, en verdad nos dirigimos hacia el sur, donde nos espera agazapado lo opuesto de aquello que esperábamos encontrar. Esto fue lo que pensé al leer la excelente crónica de Camila Súnico Ainchil sobre la ballena joven que el martes apareció encallada y muerta en las costas del Río de la Plata, frente al Parque de la Memoria.

¿Qué lleva a un animal de aguas profundas y saladas a internarse en las aguas dulces de un río de poca profundidad, donde le cuesta más salir a respirar, pues flota menos, y donde las lastimaduras de su piel pueden infectarse?

Podría ser una enfermedad, arriesgó un experto. Otro recordó que nuestro río forma un estuario, y ahí puede haber otra razón. Yo navegué justo por donde se tocan sin mezclarse, a causa de una diferente composición química, las aguas del Amazonas (en ese tramo llamado Salimões) y las del Río Negro, frente a la ciudad de Manaos. En un estuario, en cambio, río y mar se entremezclan. La frontera entre el agua salada y la dulce se diluye. De allí que no sea tan extraño que una ballena, confundida, abandone sin advertirlo su hábitat natural para internarse en un medio hostil. De hecho, cinco días antes había aparecido otra ballena encallada y muerta frente a la costa de Vicente López.

También la vida es un estuario sin fronteras. Ante un panorama neblinoso avanzamos despacio, como al tanteo, precavidos. En clima propicio, convencidos de que dominamos el entorno, andamos confiados. Sin embargo, el peligro puede esconderse en lo cotidiano, y muchas veces no advertimos las señales que el destino nos ofrece como última oportunidad para escapar de la trampa hacia la que nos encaminamos. Seguimos nomás hasta que ya no hay vuelta atrás. Hubo un momento en que estas ballenas, aun nadando en aguas turbias, podían dar media vuelta y regresar al mar. Y hubo otro, un segundo después, en que su suerte estaba echada y no tenían posibilidad de retorno. Nadie podría identificar ese instante y mucho menos las ballenas, que avanzaban sin saberlo hacia su destino final.

El problema, como les pasó a las ballenas, aparece cuando la transición nos conduce hacia donde no queríamos ir y no nos damos cuenta a tiempo

Pero no nos pongamos trágicos. Lo mismo ocurre en todas las transiciones, buenas o malas, lo sepamos o no. Por ejemplo, el enamoramiento. Una persona que al principio nos caía mal, de pronto, por un gesto mínimo, nos resulta simpática. Al poco tiempo reparamos en el color de sus ojos. Y nos gusta cómo se mueve. Y cómo sonríe. Empezamos a depositar en ella virtudes de todo tipo. Es posible que a esa altura ya estemos perdidos, atados a su campo de gravedad, sin tener idea de cuándo abandonamos una órbita para entrar en otra, la suya, de la que ya no podemos salir.

Pero el problema, como les pasó a las ballenas, aparece cuando la transición nos conduce hacia donde no queríamos ir y no nos damos cuenta a tiempo. El otro día puse el despertador un poco antes de lo necesario para regalarme unos minutos antes de salir a enfrentar las obligaciones del día. Cerré los ojos para despedirme de la hospitalidad tibia de la cama y es ahí cuando cometí el error, pues perdí el control del día antes de que hubiera empezado. Lejos de ser el impulso que necesitaba para dejar las sábanas y ponerme de pie, esa pausa fue la antesala del sueño, en el que volví a caer sin remedio. Creía estar despertándome, pero me estaba durmiendo.

Por ir al norte fui al sur, me equivoqué, como aquella paloma que escribió Rafael Alberti, musicalizó Guastavino y cantó Serrat. La vida es cambio, un avanzar a golpe de decisiones, y casi nunca estamos del todo seguros de haber tomado la correcta. Pero allá vamos. Abonados al error, más vale que nos acostumbremos a encallar muchas veces. Lo que nos define es la capacidad de sortear el obstáculo y seguir viaje.

¿Y el país? ¿Va camino al sueño profundo o a despertarse de una buena vez? ¿En qué tipo de transición estamos? Es difícil saberlo, en medio del ruido que hacen los que anuncian el paraíso y los que denuncian el infierno. En lo político, creo que seguimos chapoteando en el agua turbia del enfrentamiento y el odio, con una Justicia que por momentos se despierta y actúa en forma ejemplar y trascendente, pero que todavía duerme la mayor parte del tiempo. En lo económico, las brújulas de los economistas no se ponen de acuerdo. Para algunos de ellos vamos hacia el norte, para otros, hacia el sur. Los optimistas, con razón, esgrimen las estadísticas de inflación y pobreza. Pero mientras avanzamos vemos escenas que abren interrogantes en relación al sentido que llevamos, como la gente que deambula sin techo o buscando qué comer.

¿Somos la ballena que va a encallar en el barro del fondo del río o nos dirigimos en cambio hacia las aguas más benéficas del mar abierto? ¿O acaso todavía estamos haciendo el esfuerzo –unos más, otros menos– de desencallar un barco hundido en el fango? Todo lo que sé en este sentido es que el agua turbia, así como puede aclarar, puede también volverse más oscura. Lo que queda es estar atentos, para evitar en su caso el error de las pobres ballenas.

A veces perdemos la orientación y, convencidos de que avanzamos hacia el norte, en verdad nos dirigimos hacia el sur, donde nos espera agazapado lo opuesto de aquello que esperábamos encontrar. Esto fue lo que pensé al leer la excelente crónica de Camila Súnico Ainchil sobre la ballena joven que el martes apareció encallada y muerta en las costas del Río de la Plata, frente al Parque de la Memoria.

¿Qué lleva a un animal de aguas profundas y saladas a internarse en las aguas dulces de un río de poca profundidad, donde le cuesta más salir a respirar, pues flota menos, y donde las lastimaduras de su piel pueden infectarse?

Podría ser una enfermedad, arriesgó un experto. Otro recordó que nuestro río forma un estuario, y ahí puede haber otra razón. Yo navegué justo por donde se tocan sin mezclarse, a causa de una diferente composición química, las aguas del Amazonas (en ese tramo llamado Salimões) y las del Río Negro, frente a la ciudad de Manaos. En un estuario, en cambio, río y mar se entremezclan. La frontera entre el agua salada y la dulce se diluye. De allí que no sea tan extraño que una ballena, confundida, abandone sin advertirlo su hábitat natural para internarse en un medio hostil. De hecho, cinco días antes había aparecido otra ballena encallada y muerta frente a la costa de Vicente López.

También la vida es un estuario sin fronteras. Ante un panorama neblinoso avanzamos despacio, como al tanteo, precavidos. En clima propicio, convencidos de que dominamos el entorno, andamos confiados. Sin embargo, el peligro puede esconderse en lo cotidiano, y muchas veces no advertimos las señales que el destino nos ofrece como última oportunidad para escapar de la trampa hacia la que nos encaminamos. Seguimos nomás hasta que ya no hay vuelta atrás. Hubo un momento en que estas ballenas, aun nadando en aguas turbias, podían dar media vuelta y regresar al mar. Y hubo otro, un segundo después, en que su suerte estaba echada y no tenían posibilidad de retorno. Nadie podría identificar ese instante y mucho menos las ballenas, que avanzaban sin saberlo hacia su destino final.

El problema, como les pasó a las ballenas, aparece cuando la transición nos conduce hacia donde no queríamos ir y no nos damos cuenta a tiempo

Pero no nos pongamos trágicos. Lo mismo ocurre en todas las transiciones, buenas o malas, lo sepamos o no. Por ejemplo, el enamoramiento. Una persona que al principio nos caía mal, de pronto, por un gesto mínimo, nos resulta simpática. Al poco tiempo reparamos en el color de sus ojos. Y nos gusta cómo se mueve. Y cómo sonríe. Empezamos a depositar en ella virtudes de todo tipo. Es posible que a esa altura ya estemos perdidos, atados a su campo de gravedad, sin tener idea de cuándo abandonamos una órbita para entrar en otra, la suya, de la que ya no podemos salir.

Pero el problema, como les pasó a las ballenas, aparece cuando la transición nos conduce hacia donde no queríamos ir y no nos damos cuenta a tiempo. El otro día puse el despertador un poco antes de lo necesario para regalarme unos minutos antes de salir a enfrentar las obligaciones del día. Cerré los ojos para despedirme de la hospitalidad tibia de la cama y es ahí cuando cometí el error, pues perdí el control del día antes de que hubiera empezado. Lejos de ser el impulso que necesitaba para dejar las sábanas y ponerme de pie, esa pausa fue la antesala del sueño, en el que volví a caer sin remedio. Creía estar despertándome, pero me estaba durmiendo.

Por ir al norte fui al sur, me equivoqué, como aquella paloma que escribió Rafael Alberti, musicalizó Guastavino y cantó Serrat. La vida es cambio, un avanzar a golpe de decisiones, y casi nunca estamos del todo seguros de haber tomado la correcta. Pero allá vamos. Abonados al error, más vale que nos acostumbremos a encallar muchas veces. Lo que nos define es la capacidad de sortear el obstáculo y seguir viaje.

¿Y el país? ¿Va camino al sueño profundo o a despertarse de una buena vez? ¿En qué tipo de transición estamos? Es difícil saberlo, en medio del ruido que hacen los que anuncian el paraíso y los que denuncian el infierno. En lo político, creo que seguimos chapoteando en el agua turbia del enfrentamiento y el odio, con una Justicia que por momentos se despierta y actúa en forma ejemplar y trascendente, pero que todavía duerme la mayor parte del tiempo. En lo económico, las brújulas de los economistas no se ponen de acuerdo. Para algunos de ellos vamos hacia el norte, para otros, hacia el sur. Los optimistas, con razón, esgrimen las estadísticas de inflación y pobreza. Pero mientras avanzamos vemos escenas que abren interrogantes en relación al sentido que llevamos, como la gente que deambula sin techo o buscando qué comer.

¿Somos la ballena que va a encallar en el barro del fondo del río o nos dirigimos en cambio hacia las aguas más benéficas del mar abierto? ¿O acaso todavía estamos haciendo el esfuerzo –unos más, otros menos– de desencallar un barco hundido en el fango? Todo lo que sé en este sentido es que el agua turbia, así como puede aclarar, puede también volverse más oscura. Lo que queda es estar atentos, para evitar en su caso el error de las pobres ballenas.

 A veces perdemos la orientación y, convencidos de que avanzamos hacia el norte, en verdad nos dirigimos hacia el sur, donde nos espera agazapado lo opuesto de aquello que esperábamos encontrar. Esto fue lo que pensé al leer la excelente crónica de Camila Súnico Ainchil sobre la ballena joven que el martes apareció encallada y muerta en las costas del Río de la Plata, frente al Parque de la Memoria. ¿Qué lleva a un animal de aguas profundas y saladas a internarse en las aguas dulces de un río de poca profundidad, donde le cuesta más salir a respirar, pues flota menos, y donde las lastimaduras de su piel pueden infectarse?Podría ser una enfermedad, arriesgó un experto. Otro recordó que nuestro río forma un estuario, y ahí puede haber otra razón. Yo navegué justo por donde se tocan sin mezclarse, a causa de una diferente composición química, las aguas del Amazonas (en ese tramo llamado Salimões) y las del Río Negro, frente a la ciudad de Manaos. En un estuario, en cambio, río y mar se entremezclan. La frontera entre el agua salada y la dulce se diluye. De allí que no sea tan extraño que una ballena, confundida, abandone sin advertirlo su hábitat natural para internarse en un medio hostil. De hecho, cinco días antes había aparecido otra ballena encallada y muerta frente a la costa de Vicente López.También la vida es un estuario sin fronteras. Ante un panorama neblinoso avanzamos despacio, como al tanteo, precavidos. En clima propicio, convencidos de que dominamos el entorno, andamos confiados. Sin embargo, el peligro puede esconderse en lo cotidiano, y muchas veces no advertimos las señales que el destino nos ofrece como última oportunidad para escapar de la trampa hacia la que nos encaminamos. Seguimos nomás hasta que ya no hay vuelta atrás. Hubo un momento en que estas ballenas, aun nadando en aguas turbias, podían dar media vuelta y regresar al mar. Y hubo otro, un segundo después, en que su suerte estaba echada y no tenían posibilidad de retorno. Nadie podría identificar ese instante y mucho menos las ballenas, que avanzaban sin saberlo hacia su destino final.El problema, como les pasó a las ballenas, aparece cuando la transición nos conduce hacia donde no queríamos ir y no nos damos cuenta a tiempoPero no nos pongamos trágicos. Lo mismo ocurre en todas las transiciones, buenas o malas, lo sepamos o no. Por ejemplo, el enamoramiento. Una persona que al principio nos caía mal, de pronto, por un gesto mínimo, nos resulta simpática. Al poco tiempo reparamos en el color de sus ojos. Y nos gusta cómo se mueve. Y cómo sonríe. Empezamos a depositar en ella virtudes de todo tipo. Es posible que a esa altura ya estemos perdidos, atados a su campo de gravedad, sin tener idea de cuándo abandonamos una órbita para entrar en otra, la suya, de la que ya no podemos salir.Pero el problema, como les pasó a las ballenas, aparece cuando la transición nos conduce hacia donde no queríamos ir y no nos damos cuenta a tiempo. El otro día puse el despertador un poco antes de lo necesario para regalarme unos minutos antes de salir a enfrentar las obligaciones del día. Cerré los ojos para despedirme de la hospitalidad tibia de la cama y es ahí cuando cometí el error, pues perdí el control del día antes de que hubiera empezado. Lejos de ser el impulso que necesitaba para dejar las sábanas y ponerme de pie, esa pausa fue la antesala del sueño, en el que volví a caer sin remedio. Creía estar despertándome, pero me estaba durmiendo. Por ir al norte fui al sur, me equivoqué, como aquella paloma que escribió Rafael Alberti, musicalizó Guastavino y cantó Serrat. La vida es cambio, un avanzar a golpe de decisiones, y casi nunca estamos del todo seguros de haber tomado la correcta. Pero allá vamos. Abonados al error, más vale que nos acostumbremos a encallar muchas veces. Lo que nos define es la capacidad de sortear el obstáculo y seguir viaje. ¿Y el país? ¿Va camino al sueño profundo o a despertarse de una buena vez? ¿En qué tipo de transición estamos? Es difícil saberlo, en medio del ruido que hacen los que anuncian el paraíso y los que denuncian el infierno. En lo político, creo que seguimos chapoteando en el agua turbia del enfrentamiento y el odio, con una Justicia que por momentos se despierta y actúa en forma ejemplar y trascendente, pero que todavía duerme la mayor parte del tiempo. En lo económico, las brújulas de los economistas no se ponen de acuerdo. Para algunos de ellos vamos hacia el norte, para otros, hacia el sur. Los optimistas, con razón, esgrimen las estadísticas de inflación y pobreza. Pero mientras avanzamos vemos escenas que abren interrogantes en relación al sentido que llevamos, como la gente que deambula sin techo o buscando qué comer. ¿Somos la ballena que va a encallar en el barro del fondo del río o nos dirigimos en cambio hacia las aguas más benéficas del mar abierto? ¿O acaso todavía estamos haciendo el esfuerzo –unos más, otros menos– de desencallar un barco hundido en el fango? Todo lo que sé en este sentido es que el agua turbia, así como puede aclarar, puede también volverse más oscura. Lo que queda es estar atentos, para evitar en su caso el error de las pobres ballenas.  LA NACION

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