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“Dejé la escuela y me sentía perdido”: cómo crecieron y qué vivieron los adolescentes que cometieron delitos

“Me encantaba el fútbol. A los 12 años jugaba en Barracas Central. Era titular. Después no fui más, pero por cosas de mi familia. Nadie me llevaba y no podía ir solo”. Fabrizio Muñiz, que ahora tiene 20 años, recuerda esos días con tristeza.

Mis padres eran adictos. Al principio, mi papá vivía con nosotros, pero siempre estaba como ausente —dice, hace una pausa y sigue—. Tengo recuerdos de a mis cuatro años golpear la puerta de su cuarto, abrirla y que saliera un olor raro, un olor que ahora se que era a droga. Esos días era muy violento. Yo me sentía seguro solo con mi abuelo, él era mi pilar.

Después de varios años así, Fabrizio pasó a vivir con sus abuelos paternos en La Boca. Su abuelo, ese que le decía que estudiara, que fuera honesto, murió cuando él todavía iba a la primaria. Su abuela, una enfermera del Instituto del Quemado, se convirtió en el único sosten de la casa hasta que se jubiló por un problema ciculatorio en las piernas que la postró en la cama. Ella no pudo evitar que su nieto dejara la escuela a los 13, ni que pasara cada vez más tiempo en la calle que en su casa.

Fabrizio empezó a juntarse con chicos que vendían droga. Tenían zapatillas de marca, ropa nueva, celulares. Y él quiso todo eso. Comenzó a drogarse y robar para poder seguir drogándose. Llegó a consumir junto a su padre.

“Yo solo quería sentir que mi vida podía ser buena”, dice muy arrepentido una mañana de junio en un comedor de La Matanza de los Hogares de Cristo, una red de la Iglesia que acompaña a jóvenes vulnerables que se recuperan de las adicciones.

La historia de Fabrizio tiene muchos puntos en común con la de la mayoría de los adolescentes que cometieron delitos. Es que existe un patrón de vida característico de esos chicos, según varios reportes a los que accedió LA NACION*: crecen desamparados, sin referentes adultos y en hogares pobres donde impera el desempleo o el empleo informal. Suelen abandonar la escuela, comienzan a hacer changas desde niños y empiezan a consumir drogas a edades cada vez más tempranas. Antes de cometer un delito con consecuencias penales, suelen tener algún antecedente previo.

En mayo, un proyecto de ley que propone bajar la edad de imputabilidad de 16 a 14 años entró en la agenda legislativa de Diputados. Así se volvió a poner el foco en los adolescentes que cometen delitos. En ese contexto y con el objetivo de identificar cuáles son los momentos bisagra y cuáles son las instancias en las que una intervención oportuna del Estado puede evitar que estos adolescentes cometan un delito, LA NACION dialogó con varios especialistas en niñez y adolescencia que han investigado la estadística penal juvenil en la Argentina.

Ezequiel tiene 20 años. A los 16, después de que su mamá muriera de cáncer, dejó el colegio, empezó a trabajar de repositor en un supermercado y comenzó a consumir drogas:

La vida de los adolescentes en conflicto con la ley está inmersa en “un entramado de violencias y segregación, que es lo que determina que algunos entren y sigan en el delito”, explica Matías Bruno, sociólogo y coautor del informe “Las voces de las y los adolescentes privados de la libertad”, de Unicef.

En ese reporte, la agencia de Naciones Unidas es categórica: “Entre las vulneraciones identificadas corresponde mencionar las situaciones de violencia y maltrato, el consumo problemático, el trabajo infantil, el desarrollo temprano de actividades laborales informales y precarias, y una inserción débil y fragmentada dentro del sistema educativo”.

¿Cuántos adolescentes cometen delitos?

Los expertos coinciden en que es una población acotada, por lo que sería posible trabajar con ella si se invierte en políticas públicas específicas y preventivas.

En el país hay 4156 niños y adolescentes que cumplen alguna pena por haber cometido un delito, según el último informe de la ex SENAF y Unicef, correspondiente a 2023. El 90% de esos chicos son de la provincia de Buenos Aires (52,1%), Córdoba (17,4%), Mendoza (11,2%), Santa Fe (5,8%) y CABA (3,3%).

   

“En el conurbano bonaerense, sabemos que son unos 50 chicos por municipio los que están relacionados con hechos graves. Es un número que debería ser manejable. Debería ser posible que vuelvan a transitar los espacios de los que nunca debieron haber salido, como la escuela o el club de barrio”, explica Enrique Font, magíster en Criminología de la London School of Economics y Secretaría de Seguridad Comunitaria provincial.

Hogares pobres y con ausencia de referentes

Si tomamos el universo de adolescentes de 15 años o menos que en CABA tuvieron intervenciones del sistema penal juvenil en el primer semestre de 2024, el 63% vivía con adultos que estaban desempleados o tenían trabajos informales, según datos del CEDIM.

“En la inmensa mayoría de los hogares pobres no hay chicos delincuentes. Es decir la pobreza no es un factor determinante, pero sí es uno de los factores multicausales del delito”, aporta Matías Bruno, que es investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (CELIV).

Ese contexto puede explicar el hecho de que el 92% de los adolescentes de 16 y 17 años privados de libertad en CABA había trabajado previamente en el mercado informal, como peones de albañilería, en la venta ambulante o ferias, según un informe hecho en exclusiva para LA NACION por la Dirección General de Responsabilidad Penal Juvenil porteña.

Claudia Cesaroni, abogada y magíster en Criminología que integra el Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos, explica que muchos de estos chicos viven en hogares pobres, la mayoría monoparentales, donde la madre trabaja muchas horas por día porque accede a empleos precarios. En los hogares biparentales, donde hay varios hermanos y el padre hace changas, los ingresos tampoco alcanzan.

Los especialistas coinciden en que la falta de referentes en el hogar es una constante entre estos adolescentes. “Ante la ausencia de referentes adultos, criar en comunidad es clave”, dice Lucía Pardo, trabajadora social de Hogares de Cristo. “Si no acceden a escuelas, parroquias o clubes, se alejan del sistema de cuidados y pasan el día en la calle”.

En CABA, el 20% de esos chicos de 15 años o menos en conflicto con la ley estaba en situación de calle o alternaba entre la calle y su casa cuando fue aprehendido.

Para Marcela Velurtas, asistente social del fuero penal juvenil porteño y vicepresidenta del CEDIM, “son chicos con muchas carencias y no piensan en las consecuencias porque su pensamiento abstracto aún no está desarrollado. Muchos pasaron por violencias y están enojados”.

La mayoría había abandonado la escuela

Elías y sus dos hermanos también se criaron con sus abuelos. El joven, hoy de 24 años, dice que su mamá “no podía tenerlos” porque estaba en un tratamiento para dejar el alcohol. “Me sentía cuidado por ellos, iba al colegio, nos llevaban a pasear. Cuando cumplí los 8, fuimos a vivir con mi madre. Fue raro”, cuenta.

A los 14 comenzó a aprender el oficio de mecánico y a ganar algo de plata. Colaboraba con los gastos de la casa. A los 16 años, dejó el colegio para buscar un trabajo a tiempo completo. Pero las cosas no salieron bien, dice. Después de una discusión con su mamá, la mujer lo echó.

Elías volvió a vivir con sus abuelos y ese año cometió su primer robo: una bolsa de pan en un supermercado chino. “Estaba mucho tiempo en la calle, empecé a drogarme y a robar lo que fuera para pagar mi adicción. No podía pensar en volver con mi mamá o al colegio. Me gustaba estudiar, era bueno en matemáticas, me sentía feliz en la escuela. Pero a los 16 estaba como perdido”, cuenta.

La escolaridad trunca es un problema que atraviesa la realidad de muchos niños y adolescentes que cometen delitos. En CABA, el 41% de los adolescentes de 17 años o menos a los que les iniciaron una causa penal en 2024 había abandonado la escuela o nunca la empezó. En la Provincia, esa cifra escala al 72%, según un reporte de mayo de este año hecho en exclusiva para LA NACION por la Subsecretaría de Responsabilidad Penal Juvenil bonaerense.

“Si vos asegurás que el chico no deje la escuela secundaria retrasás su ingreso al mundo adulto, que es en donde delinque. Ahí, entonces, falla no solo la familia, sino también el Estado porque la educación es un derecho y el nivel secundario es obligatorio”, cuenta Velurtas.

“Muchos chicos llegan con déficit cognitivo y se nota que no han sido estimulados. Llegan a séptimo grado sin saber leer ni escribir”, explica Damián Muñoz, defensor oficial de adolescentes de CABA.

En el informe de Unicef –que fue realizado en base a entrevistas a chicos de todo el país en centros cerrados de detención–, ante la pregunta de “qué hubieras necesitado para no abandonar la escuela”, la respuesta más habitual fue: “Que me ayuden”. El coautor del estudio, Matías Bruno, cree que “detectar el pedido de ayuda, canalizarlo institucionalmente y generar oportunidades es un desafío pendiente en Argentina”.

   

Consumen drogas desde muy chicos

“Llegué a robarle a mi familia para pagar mi adicción, también a vecinos que confiaron en mí”, dice Ezequiel De Lara, un joven misionero de 20 años que está en tratamiento por consumo de drogas en el Hogar de Cristo de La Matanza. El mismo al que va Fabrizio.

Los dos jóvenes avanzaron mucho en los ocho meses que llevan en el predio donde hay una capilla, una huerta, talleres de oficios y un club deportivo. Ezequiel y Fabrizio están siendo capacitados para ser referentes de otros niños y adolescentes. Su trabajo es escucharlos, hablarles de lo malo que fue para ellos entrar en el mundo de las drogas.

Ezequiel dice que ayudarlos le da felicidad. Hacía años que no se sentía feliz. Su mamá murió de cáncer cuando él tenía 16. Por esa época, su padre no estaba durante todo el día porque trabajaba de remisero y él quedaba al cuidado de sus hermanos mayores. Dejó el colegio, empezó a trabajar de repositor en un supermercado y comenzó a consumir drogas. Le sacaban la tristeza, dice. Más tarde, para poder pagarlas, comenzó a robar y ya no sentía nada. Como Fabrizio, llegó a vivir en la calle.

“Estoy muy arrepentido de haber afectado a personas que se ganaban el pan honestamente”, dice el joven, que ahora retomó la secundaria. Fabrizio asiente y suma: “Las drogas te ciegan”.

En la provincia de Buenos Aires 7 de cada 10 chicos que cumplen una pena tienen un consumo problemático. En la Ciudad, esa relación es de 3 de cada 10. Muchos empiezan de pequeños e incluso han visto cómo sus padres enfrentaron un consumo problemático.

“La droga colapsa a las familias. Los tratamientos para quienes tienen una prepaga o una obra social se complican porque no hay turnos o son muy espaciados. Lo peor lo viven quienes dependen solo de la salud pública”, señala la asistente social Velurtas, que es quien guía a los padres de los chicos adictos.

Intervenciones previas de Estado

A los 14 y a los 16, Fabrizio fue detenido por robo. “Una vez estuve en un centro semiabierto. Comías, jugabas al fútbol y charlabas con una psicóloga. Pero no hacías mucho más”, cuenta.

Muchos chicos que terminan cometiendo delitos graves ya habían tenido antes alguna intervención estatal. En CABA, el 41% de los menores de 15 que delinquen tuvieron tres o más intervenciones penales previas, según un informe del CEDIM. En la provincia de Buenos Aires, el 37% de quienes cumplen una pena ya habían recibido asistencia por situaciones de hambre, abandono o violencia. Es decir, el Estado sabía que estaban en riesgo.

¿Por qué esa intervención no sirvió para contenerlos, para tratar sus adicciones, para que volvieran a la escuela o evitar que cometieran delitos? “Un Estado más presente reduciría la reiterancia”, admite Muñoz. Mientras que Mónica Velurtas agrega: “La mejor intervención es la que previene”.

*Reportes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la Subsecretaría de Responsabilidad Penal Juvenil de la Provincia de Buenos Aires, la Dirección General de Responsabilidad Penal Juvenil porteña, el Centro de Delegados Inspectores de Menores (CEDIM) de CABA, la ex Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (SENAF) y Unicef.

“Me encantaba el fútbol. A los 12 años jugaba en Barracas Central. Era titular. Después no fui más, pero por cosas de mi familia. Nadie me llevaba y no podía ir solo”. Fabrizio Muñiz, que ahora tiene 20 años, recuerda esos días con tristeza.

Mis padres eran adictos. Al principio, mi papá vivía con nosotros, pero siempre estaba como ausente —dice, hace una pausa y sigue—. Tengo recuerdos de a mis cuatro años golpear la puerta de su cuarto, abrirla y que saliera un olor raro, un olor que ahora se que era a droga. Esos días era muy violento. Yo me sentía seguro solo con mi abuelo, él era mi pilar.

Después de varios años así, Fabrizio pasó a vivir con sus abuelos paternos en La Boca. Su abuelo, ese que le decía que estudiara, que fuera honesto, murió cuando él todavía iba a la primaria. Su abuela, una enfermera del Instituto del Quemado, se convirtió en el único sosten de la casa hasta que se jubiló por un problema ciculatorio en las piernas que la postró en la cama. Ella no pudo evitar que su nieto dejara la escuela a los 13, ni que pasara cada vez más tiempo en la calle que en su casa.

Fabrizio empezó a juntarse con chicos que vendían droga. Tenían zapatillas de marca, ropa nueva, celulares. Y él quiso todo eso. Comenzó a drogarse y robar para poder seguir drogándose. Llegó a consumir junto a su padre.

“Yo solo quería sentir que mi vida podía ser buena”, dice muy arrepentido una mañana de junio en un comedor de La Matanza de los Hogares de Cristo, una red de la Iglesia que acompaña a jóvenes vulnerables que se recuperan de las adicciones.

La historia de Fabrizio tiene muchos puntos en común con la de la mayoría de los adolescentes que cometieron delitos. Es que existe un patrón de vida característico de esos chicos, según varios reportes a los que accedió LA NACION*: crecen desamparados, sin referentes adultos y en hogares pobres donde impera el desempleo o el empleo informal. Suelen abandonar la escuela, comienzan a hacer changas desde niños y empiezan a consumir drogas a edades cada vez más tempranas. Antes de cometer un delito con consecuencias penales, suelen tener algún antecedente previo.

En mayo, un proyecto de ley que propone bajar la edad de imputabilidad de 16 a 14 años entró en la agenda legislativa de Diputados. Así se volvió a poner el foco en los adolescentes que cometen delitos. En ese contexto y con el objetivo de identificar cuáles son los momentos bisagra y cuáles son las instancias en las que una intervención oportuna del Estado puede evitar que estos adolescentes cometan un delito, LA NACION dialogó con varios especialistas en niñez y adolescencia que han investigado la estadística penal juvenil en la Argentina.

Ezequiel tiene 20 años. A los 16, después de que su mamá muriera de cáncer, dejó el colegio, empezó a trabajar de repositor en un supermercado y comenzó a consumir drogas:

La vida de los adolescentes en conflicto con la ley está inmersa en “un entramado de violencias y segregación, que es lo que determina que algunos entren y sigan en el delito”, explica Matías Bruno, sociólogo y coautor del informe “Las voces de las y los adolescentes privados de la libertad”, de Unicef.

En ese reporte, la agencia de Naciones Unidas es categórica: “Entre las vulneraciones identificadas corresponde mencionar las situaciones de violencia y maltrato, el consumo problemático, el trabajo infantil, el desarrollo temprano de actividades laborales informales y precarias, y una inserción débil y fragmentada dentro del sistema educativo”.

¿Cuántos adolescentes cometen delitos?

Los expertos coinciden en que es una población acotada, por lo que sería posible trabajar con ella si se invierte en políticas públicas específicas y preventivas.

En el país hay 4156 niños y adolescentes que cumplen alguna pena por haber cometido un delito, según el último informe de la ex SENAF y Unicef, correspondiente a 2023. El 90% de esos chicos son de la provincia de Buenos Aires (52,1%), Córdoba (17,4%), Mendoza (11,2%), Santa Fe (5,8%) y CABA (3,3%).

   

“En el conurbano bonaerense, sabemos que son unos 50 chicos por municipio los que están relacionados con hechos graves. Es un número que debería ser manejable. Debería ser posible que vuelvan a transitar los espacios de los que nunca debieron haber salido, como la escuela o el club de barrio”, explica Enrique Font, magíster en Criminología de la London School of Economics y Secretaría de Seguridad Comunitaria provincial.

Hogares pobres y con ausencia de referentes

Si tomamos el universo de adolescentes de 15 años o menos que en CABA tuvieron intervenciones del sistema penal juvenil en el primer semestre de 2024, el 63% vivía con adultos que estaban desempleados o tenían trabajos informales, según datos del CEDIM.

“En la inmensa mayoría de los hogares pobres no hay chicos delincuentes. Es decir la pobreza no es un factor determinante, pero sí es uno de los factores multicausales del delito”, aporta Matías Bruno, que es investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (CELIV).

Ese contexto puede explicar el hecho de que el 92% de los adolescentes de 16 y 17 años privados de libertad en CABA había trabajado previamente en el mercado informal, como peones de albañilería, en la venta ambulante o ferias, según un informe hecho en exclusiva para LA NACION por la Dirección General de Responsabilidad Penal Juvenil porteña.

Claudia Cesaroni, abogada y magíster en Criminología que integra el Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos, explica que muchos de estos chicos viven en hogares pobres, la mayoría monoparentales, donde la madre trabaja muchas horas por día porque accede a empleos precarios. En los hogares biparentales, donde hay varios hermanos y el padre hace changas, los ingresos tampoco alcanzan.

Los especialistas coinciden en que la falta de referentes en el hogar es una constante entre estos adolescentes. “Ante la ausencia de referentes adultos, criar en comunidad es clave”, dice Lucía Pardo, trabajadora social de Hogares de Cristo. “Si no acceden a escuelas, parroquias o clubes, se alejan del sistema de cuidados y pasan el día en la calle”.

En CABA, el 20% de esos chicos de 15 años o menos en conflicto con la ley estaba en situación de calle o alternaba entre la calle y su casa cuando fue aprehendido.

Para Marcela Velurtas, asistente social del fuero penal juvenil porteño y vicepresidenta del CEDIM, “son chicos con muchas carencias y no piensan en las consecuencias porque su pensamiento abstracto aún no está desarrollado. Muchos pasaron por violencias y están enojados”.

La mayoría había abandonado la escuela

Elías y sus dos hermanos también se criaron con sus abuelos. El joven, hoy de 24 años, dice que su mamá “no podía tenerlos” porque estaba en un tratamiento para dejar el alcohol. “Me sentía cuidado por ellos, iba al colegio, nos llevaban a pasear. Cuando cumplí los 8, fuimos a vivir con mi madre. Fue raro”, cuenta.

A los 14 comenzó a aprender el oficio de mecánico y a ganar algo de plata. Colaboraba con los gastos de la casa. A los 16 años, dejó el colegio para buscar un trabajo a tiempo completo. Pero las cosas no salieron bien, dice. Después de una discusión con su mamá, la mujer lo echó.

Elías volvió a vivir con sus abuelos y ese año cometió su primer robo: una bolsa de pan en un supermercado chino. “Estaba mucho tiempo en la calle, empecé a drogarme y a robar lo que fuera para pagar mi adicción. No podía pensar en volver con mi mamá o al colegio. Me gustaba estudiar, era bueno en matemáticas, me sentía feliz en la escuela. Pero a los 16 estaba como perdido”, cuenta.

La escolaridad trunca es un problema que atraviesa la realidad de muchos niños y adolescentes que cometen delitos. En CABA, el 41% de los adolescentes de 17 años o menos a los que les iniciaron una causa penal en 2024 había abandonado la escuela o nunca la empezó. En la Provincia, esa cifra escala al 72%, según un reporte de mayo de este año hecho en exclusiva para LA NACION por la Subsecretaría de Responsabilidad Penal Juvenil bonaerense.

“Si vos asegurás que el chico no deje la escuela secundaria retrasás su ingreso al mundo adulto, que es en donde delinque. Ahí, entonces, falla no solo la familia, sino también el Estado porque la educación es un derecho y el nivel secundario es obligatorio”, cuenta Velurtas.

“Muchos chicos llegan con déficit cognitivo y se nota que no han sido estimulados. Llegan a séptimo grado sin saber leer ni escribir”, explica Damián Muñoz, defensor oficial de adolescentes de CABA.

En el informe de Unicef –que fue realizado en base a entrevistas a chicos de todo el país en centros cerrados de detención–, ante la pregunta de “qué hubieras necesitado para no abandonar la escuela”, la respuesta más habitual fue: “Que me ayuden”. El coautor del estudio, Matías Bruno, cree que “detectar el pedido de ayuda, canalizarlo institucionalmente y generar oportunidades es un desafío pendiente en Argentina”.

   

Consumen drogas desde muy chicos

“Llegué a robarle a mi familia para pagar mi adicción, también a vecinos que confiaron en mí”, dice Ezequiel De Lara, un joven misionero de 20 años que está en tratamiento por consumo de drogas en el Hogar de Cristo de La Matanza. El mismo al que va Fabrizio.

Los dos jóvenes avanzaron mucho en los ocho meses que llevan en el predio donde hay una capilla, una huerta, talleres de oficios y un club deportivo. Ezequiel y Fabrizio están siendo capacitados para ser referentes de otros niños y adolescentes. Su trabajo es escucharlos, hablarles de lo malo que fue para ellos entrar en el mundo de las drogas.

Ezequiel dice que ayudarlos le da felicidad. Hacía años que no se sentía feliz. Su mamá murió de cáncer cuando él tenía 16. Por esa época, su padre no estaba durante todo el día porque trabajaba de remisero y él quedaba al cuidado de sus hermanos mayores. Dejó el colegio, empezó a trabajar de repositor en un supermercado y comenzó a consumir drogas. Le sacaban la tristeza, dice. Más tarde, para poder pagarlas, comenzó a robar y ya no sentía nada. Como Fabrizio, llegó a vivir en la calle.

“Estoy muy arrepentido de haber afectado a personas que se ganaban el pan honestamente”, dice el joven, que ahora retomó la secundaria. Fabrizio asiente y suma: “Las drogas te ciegan”.

En la provincia de Buenos Aires 7 de cada 10 chicos que cumplen una pena tienen un consumo problemático. En la Ciudad, esa relación es de 3 de cada 10. Muchos empiezan de pequeños e incluso han visto cómo sus padres enfrentaron un consumo problemático.

“La droga colapsa a las familias. Los tratamientos para quienes tienen una prepaga o una obra social se complican porque no hay turnos o son muy espaciados. Lo peor lo viven quienes dependen solo de la salud pública”, señala la asistente social Velurtas, que es quien guía a los padres de los chicos adictos.

Intervenciones previas de Estado

A los 14 y a los 16, Fabrizio fue detenido por robo. “Una vez estuve en un centro semiabierto. Comías, jugabas al fútbol y charlabas con una psicóloga. Pero no hacías mucho más”, cuenta.

Muchos chicos que terminan cometiendo delitos graves ya habían tenido antes alguna intervención estatal. En CABA, el 41% de los menores de 15 que delinquen tuvieron tres o más intervenciones penales previas, según un informe del CEDIM. En la provincia de Buenos Aires, el 37% de quienes cumplen una pena ya habían recibido asistencia por situaciones de hambre, abandono o violencia. Es decir, el Estado sabía que estaban en riesgo.

¿Por qué esa intervención no sirvió para contenerlos, para tratar sus adicciones, para que volvieran a la escuela o evitar que cometieran delitos? “Un Estado más presente reduciría la reiterancia”, admite Muñoz. Mientras que Mónica Velurtas agrega: “La mejor intervención es la que previene”.

*Reportes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la Subsecretaría de Responsabilidad Penal Juvenil de la Provincia de Buenos Aires, la Dirección General de Responsabilidad Penal Juvenil porteña, el Centro de Delegados Inspectores de Menores (CEDIM) de CABA, la ex Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (SENAF) y Unicef.

 En el país 4156 chicos cumplen una pena; antes de ser aprehendidos, la mayoría había dejado el colegio y consumía drogas; LA NACION habló con expertos en infancia y adolescencia para identificar cuáles son los momentos en los que una intervención oportuna del Estado podría haber rencausado sus vidas  LA NACION

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